
La fiesta del Corpus Christi ya tiene sus precedentes en los s. VII y VIII. El enfoque que los cristianos daban a la Eucaristía era algo distinto del de las épocas anteriores, y la diferencia aumentó con las controversias eucarísticas del s. IX, hasta el punto de ver en las especies eucarísticas, omitiendo todo simbolismo, la sola presencia real de Cristo. Simultáneamente, la conclusión teológica de la presencia de Cristo todo en cada una de las especies, junto con la tendencia a ver en cada rito y momento de la Misa una repetición detallada de la historia de la Pasión más que participación en el manjar sacrificial del cuerpo y la sangre de Cristo, van preparando el movimiento eucarístico que se origina. Berengario de Tours (m. 1088; v.) negó la presencia eucarística, pero su influencia fue minoritaria, debido a que su planteamiento fue racional. Son los movimientos cátaro (v.), albigense (v.) y valdense (v.), con su interpretación de la pobreza evangélica y su negación de la Eucaristía, los que por reacción influyen en el desarrollo de la devoción a la presencia real eucarística. Por parte católica se proliferan entonces abundantes milagros eucarísticos, de muchos de los cuales no se puede tener seguridad histórica. Con todo ello se fomenta inmensamente la devoción típica de estos tiempos de ver la hostia consagrada. Hubo algunos excesos, pero la prudencia de la Iglesia supo aprovechar de todo ello lo que verdaderamente había de enriquecer la auténtica piedad cristiana (V. EUCARISTÍA).

La fiesta del Corpus Christi. La fiesta se introdujo en el s. XIII y tuvo decisiva participación en ello la religiosa juliana de Rétine (v. JULIANA DE CORNILLON, BEATA), que tuvo una revelación privada según la cual el Señor deseaba la introducción de esta fiesta. Una comisión encargada por el obispo de Lieja aprobó esta visión y en 1246 se ordena su celebración en la diócesis. El papa Urbano IV, con la bula Transiturus de 11 ag. 1264, ordena la fiesta universal del Santísimo Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Clemente V (m. 1314) y el conc. de Vienne confirmaron la fiesta; ahí comenzó su rápida propagación y un inmenso movimiento de piedad popular en todo el Occidente.
El centro de la fiesta había de ser, según describía Urbano IV, un culto popular en himnos y alegría (no nombra ni la Misa ni la procesión). Por eso, lo primero que se estableció fue el oficio de lecciones, antífonas, himnos y responsorios. Se conservan restos de un primer oficio, pero el que ha predominado, con ligeros retoques en la reforma tridentina, se atribuye fundadamente a S. Tomás de Aquino. Consta que el santo, a petición de Urbano IV, compuso alrededor de 1264, dos oficios, uno, provisional e incompleto, encabezado por la antífona Sapientia aedificavit y otro, completo, encabezado por la antífona Sacerdos in aeternum. Estos oficios se basaron en alguna parte en el primitivo y no es extraño que no se los coloque entre las obras del Santo; sin embargo, su presencia es bien patente en la admirable síntesis bíblicoteológica de su composición, especialmente en las oraciones y en la antífona del Magníficat O Saerum Conviviurn. Las melodías no fueron originales, pues se conserva un manuscrito de 1309 que da las melodías previas a las que los nuevos textos se adaptaron. El oficio y la Misa son de una extraordinaria riqueza, especialmente por la admirable compenetración del Antiguo y Nuevo Testamentos.
El sentido de esta fiesta parece en un primer momento una repetición del gran misterio pascual celebrado el jueves Santo. Sin embargo, allí se considera el aspecto sacrificial y aquí la presencia real. Su colocación en el tiempo de Pentecostés resalta por encima de todo la profunda realidad de la presencia de la Eucaristía en la vida de la Iglesia a partir de la presencia efectiva que en la Iglesia y en la Eucaristía tiene el Espíritu Santo, como lo vivió la Teología primera y la Iglesia oriental.
La procesión del Corpus Christi. Esta procesión no es la primera en la historia de la piedad eucarística, pues ya en el s. XI, en el norte de Europa se llevaba en la procesión del Domingo de Ramos la Eucaristía, y también con una gran piedad popular se venían haciendolas procesiones al lugar de la reserva el Jueves y Viernes Santo. Si bien Urbano IV no hablaba de la procesión con la Eucaristía, sus mismas frases la estaban describiendo y por eso casi contemporáneamente a la institución de la fiesta se dan testimonios de la procesión: en la diócesis de Colonia en 1279, Cataluña en 1314, Inglaterra en 1325 y Roma en 1350. La Eucaristía se llevó en un principio cubierta dentro de cálices, vasos o custodias cerrados o velados, pero pronto se pasó a los más diversos e ingeniosos sistemas de ostensorios (v. CUSTODIA; VASOS SAGRADOS).
Inicialmente la procesión, como se describe en el ritual romano en 1614, era sencilla y terminaba con la bendición final única. Pero, al menos fuera de Roma, pronto se unió a esta procesión eucarística otra anterior, de uso en Alemania especialmente, de bendición de los campos. Esta procesión, por no ser acto litúrgico, quedó a la libertad de las diócesis y fuera de la legislación de Roma. De este modo la procesión con el cuerpo del Señor pasa a ser una procesión con cuatro paradas en diversos altares para bendecir los campos en la dirección de los cuatro puntos cardinales y recitando los comienzos de los cuatro evangelistas. La bendición final tendría ya menos significado, aunque el uso y tradición de las distintas naciones y ciudades es diverso. El conc. de Trento vio en la procesión una manifestación y oración de acción de gracias frente a la derrota de las herejías contemporáneas que negaban la Eucaristía (Denz.Sch. 144316}4).
Esta procesión ha de estar íntimamente unida a la Eucaristía (v.) como sacrificio, en la que se consagrará la hostia que se lleva en la procesión (Ritual Romano tit. 10, can. 5, n. 2). Así los fieles no disociarán la presencia real de Cristo en la sagrada forma de su misma presencia por la Misa en la que se ha confeccionado el sacramento. Incluso si dentro de ella se diera la comunión a los enfermos, como suele hacerse en ese día, se completaría el sentido total del culto eucarístico. Esto es lo que la Iglesia ha propuesto en la Instrucción de la Sagrada Congr. de Ritos de 25 mayo 1967, Eucharisticum Mysterium, n. 59, bien recomendando que la forma que se expone a la adoración sea consagrada en el sacrificio Santerior (n. 60) a la misma procesión, bien considerándola como la procesión por excelencia, con sus cantos de acción de gracias y populares. Es una manifestación solemnísima de la Iglesia local en torno a su centro: la Eucaristía; por eso en el mismo lugar o población no debe haber más que una y en ella se han de agrupar las parroquias y religiosos, salvo los de estricta clausura (CIC 1292,1). Los ordinarios han de cuidar de que efectivamente en los tiempos actuales y circunstancias locales su organización y oportunidad sean tales que se realice con dignidad y sin menoscabo de la reverencia a tan augusto misterio.
BIBL.: M. RIGHETTI, Historia de la liturgia, I, Madrid 1951, 869874; J. PASCHER, El año litúrgico, Madrid 1965, 290309; E. DUMOUTET, Le Christ selon la chaire et vie liturgique au Moyen Áge, Beauchesne 1932; P. BROWE, Die Verehrung der Eucharistie in Mittelalter, Munich 1933; ID, Die Ausbreitung des Fronleichnamsfestes, «Jahrbuch fiir Liturgiewissenschaft» 8 (1928) 107; H. VANDENHOVEN, S. Thomas d’Aquin atil composé un office de Fétepieu?, «Paroisse et liturgie» 33 (1951) 173; L. M. J. DELAISSE, A la recherche des origines de !’office du Corpus Christi dans les ms. liturgiques, «Scriptorium» 4 (1950) 220239; C. LAMBOT, L’office de la FéteDieu, «Rev. Bénédictine» 58 (1942) 61123; R. M. GALLET, Bibliographia bij het Fest. Corporis Christi, «Studia Eucharistica» (1946) 415450; A. G. MARTIMORT, Les diverses formes de processions dans la liturgie, «La MaisonDieu» 19 (1950) 6373; F. CALLAEY, L’origine della (esta del «Corpus Domini», Rovigo 1958; B. FisEN, Origo prima festi Corporis Christi, Lieja 1628.















Porque la misión específica de los santos es de ejemplaridad y la urgencia de «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» es de tanta actualidad hoy como ayer, en el santoral católico aparecen santos de todas las edades y de todas las condiciones, santos de sotana y santos de hábito, santos con cogulla y santos de cabeza descubierta, trajeados a la antigua y con pantalón y chaqueta, militares y civiles, profesionales y artesanos, mantos reales y abarcas polvorientas. Aparecen santos de carácter fuerte y enérgico, santos de carácter dulce y apacible, solitarios y metidos en sociedad, con marcado sentido del humor y retraídos, santos de ciencia y santos iletrados. Cada uno con su idiosincrasia, con sus formas sociales y sus cualidades intelectuales y temperamentales; pero, a la vez, todos ellos con un denominador común: vocación decidida a la santidad. Quisieron y fueron santos.
Cuando Alí, rey de los almorávides, venció a Alfonso el Bravo y penetró con un formidable ejército por tierras de Toledo, apoderándose de Madrid, el miedo obligó a huir a aquellos pacíficos y laboriosos campesinos. Isidro corrió entonces la suerte de los emigrados. Se detuvo en Torrelaguna, donde tenía algunos lejanos parientes. Allí se puso al servicio de uno de los grandes terratenientes de la localidad. No tardaron sus compañeros de labor en volver a hacerle blanco de injustas acusaciones, hasta el extremo que su amo, fácil a la intriga e ignorante de la virtud de su nuevo criado, hubo de someterle a la humillación de la prueba y a exigir de él más rendimiento que de los otros. Isidro soportó paciente y con humildad la vileza de las acusaciones y la injusticia de la prueba; pero defendió su honradez con entereza y dignidad. Era costumbre en Castilla que el señor entregase, en concepto de salario, a sus criados una porción de tierra, que se decía pegujal, a fin de que con sus frutos pudiesen decorosamente vestirse. Isidro trabajó su pegujal con tan buena fortuna, que obtuvo de su campo cuantioso grano. Esta circunstancia agravó la ya mala disposición de su patrono, trabajada por la maldad de los envidiosos. Advirtiólo el Santo y sin animosidad, pero con noble gesto, calmó sus iras, diciéndole: «Tomad, señor, todo el grano. Yo me quedaré con la paja.» Dios se encargó de confundir la envidia de los unos y la codicia del otro, multiplicando milagrosamente el poco trigo que entre la paja había quedado.
Acaso por la incomprensión de su amo y, a su vez, llevado por la nostalgia de su pueblo natal, nuestro Santo labrador, acompañado de su joven esposa, hubo de trasladarse definitivamente a Madrid. De nuevo en la villa que le vio nacer, trabajó las tierras que Juan de Vargas tenía en una localidad vecina, donde se dice que le nació su primero y único hijo. Satisfecho Vargas de la laboriosidad y honradez de su colono, le puso muy pronto al frente de toda su hacienda, en su mayor parte encuadrada en el término de la villa madrileña. Ya San Isidro no volvió a abandonar su tierra hasta que murió a la edad avanzada de noventa años.
Próximo a expirar «hizo humildísima confesión de sus faltas, recibió el Viático y exhortó a los suyos al amor de Dios y del prójimo». Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Andrés, y, a pesar de permanecer allí expuesto a las inclemencias del tiempo durante cuarenta años, se conservó incorrupto, exhalando suavísimo olor, dice el documento pontificio. Un amigo suyo lo trasladó, a expensas propias, del cementerio común a la iglesia donde se dice fuera bautizado.


