VERDAD Y LIBERTAD (Tercera Parte)

Ayer comenzábamos viendo la segunda parte

 3. VERDAD Y LIBERTAD
Sobre la esencia de la libertad humana

Después de esta tentativa de comprender el origen de nuestros problemas y obtener una visión clara de su tendencia interna, corresponde ahora buscar respuestas. Ha llegado a ser evidente que el punto crítico de la historia de la libertad en el cual nos encontramos ahora descansa en una idea no aclarada y unilateral de la libertad. Por una parte, el concepto de libertad se ha aislado y por consiguiente falsificado: la libertad es un bien, pero únicamente dentro de una red de otros bienes, junto con los cuales constituye una totalidad indisoluble. Por otra parte, la noción misma se ha restringido estrechamente, abarcando únicamente los derechos de la libertad individual, con lo cual ha quedado desprovista de su verdad humana. Quisiera ilustrar el problema que presenta esta forma de comprender la libertad recurriendo a un ejemplo concreto. Al mismo tiempo, este ejemplo puede abrir el camino hacia una visión más adecuada de la libertad. Me refiero al problema del aborto. En la radicalización de la tendencia individualista de la Ilustración, el aborto aparece como un derecho propio de la libertad: la mujer debe estar en condiciones de hacerse cargo de sí misma; debe tener la libertad de dicidir si trae un hijo al mundo o se deshace del mismo; debe tener la facultad de tomar decisiones sobre su propia vida, y nadie puede imponerle (así nos dicen) desde afuera norma alguna de carácter definitivamente obligatorio. Lo que está en juego es el derecho a la autodeterminación. ¿Pero realmente está tomando una decisión sobre su propia vida la mujer que aborta? ¿No está decidiendo precisamente sobre otro ser, decidiendo que no debe otorgársele libertad alguna, y en ese espacio de libertad, que es vida, debe ser despojado de la misma porque está compitiendo con su propia libertad? Por consiguiente, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿exactamente qué tipo de libertad tiene incluso derecho a anular la libertad de otro ser tan pronto como ésta surge?

Ahora bien, no puede decirse que el tema del aborto es un caso especial, inadecuado para aclarar el problema general de la libertad. No, precisamente este ejemplo destaca la figura básica de la libertad humana y muestra claramente lo típicamente humano de la misma. Porque ¿qué está en juego aquí? El ser de otra persona está tan íntimamente vinculado con el de la madre que en el presente sólo puede sobrevivir encontrándose físicamente con ella, en una unidad física con la misma. Sin embargo, dicha unidad no anula el hecho de que este ser sea otro ni nos autoriza a poner en duda su individualidad propia. Con todo, el ser uno mismo en esta forma proviene radicalmente de otro ser y se da a través de éste. A la inversa, es ser-con exige al ser del otro, es decir, de la madre, a convertirse en un ser-para, en contradicción con su propio deseo de autonomía, y por consiguiente ella lo experimenta como la antítesis de su propia libertad. Debemos agregar que incluso después de nacer el hijo y cambiar la forma exterior de su ser a partir de y con, sigue siendo igualmente dependiente y encontrándose a merced de un ser-para. Ciertamente, se podría entregar el niño a una institución y someterlo al cuidado de otro “para”, pero la figura antropológica es la misma, ya que sigue existiendo un “a partir de” que exige un “para”. Debo Aceptar los límites de mi libertad, o más bien dicho vivir mi libertad no como competencia, sino con espíritu de mutuo apoyo. Si abrimos los ojos, vemos que a su vez esto no sólo ocurre en relación con el hijo, sino que la presencia del mismo en el útero materno es simplemente una representación muy gráfica de la esencia humana en general. También el adulto sólo puede existir con otro y a partir del mismo, y por consiguiente es permanentemente remitido a ese ser-para del cual justamente quisiera prescindir. Dicho con más precisión, el hombre espontáneamente da por sentado el ser-para de los demás en la configuración de la actual red de sistemas de servicios, pero si tuviera la posibilidad, preferiría no estar obligado a participar en ese “a partir de” y “para” y le gustaría llegar a ser totalmente independiente y poder hacer y no hacer únicamente lo que le plazca. La exigencia radical de libertad, que cada vez con más claridad comprobamos ser producto del curso histórico de la Ilustración, sobre todo de la línea iniciada por Rousseau, y que en la actualidad configura en gran medida la mentalidad general, prefiere no tener un de dónde ni un adónde, no ser a partir de ni para, sino encontrarse plenamente en libertad. En otras palabras, considera lo que es realmente la figura fundamental de la existencia humana en sí misma como un ataque a la libertad, que la acomete antes que el individuo tenga la posibilidad de vivir y actuar. El clamor radical por la libertad exige la liberación del hombre de su esencia misma de hombre, de tal manera que pueda convertirse en el “hombre nuevo”. En la nueva sociedad, las dependencias que restringen el yo y la necesidad de altruismo no tendrían derecho a seguir existiendo. “Seréis como dioses”. Es posible visualizar con bastante claridad esta promesa detrás de la exigencia radical de libertad de la modernidad. Aún cuando Ernst Topisch creía poder decir con seguridad que en la actualidad ningún hombre razonable todavía aspira a ser como Dios, si observamos más detenidamente, podemos afirmar precisamente lo contrario: la meta implícita de todas las luchas por la libertad de la modernidad es llegar a ser en definitiva como un dios que no depende de nada y de nadie y cuya propia libertad no esté restringida por la de otro ser. Una vez vislumbrado este núcleo teológico oculto del deseo radical de libertad, podemos también percibir el error fundamental que sigue ejerciendo su influjo aún cuando esas conclusiones radicales no se deseen directamente o incluso se rechacen. El deseo de ser totalmente libres, sin la libertad competitiva de otros, sin un “a partir de” ni un “para”, no presupone una imagen de Dios, sino un ídolo. El error fundamental de semejante deseo radicalizado de libertad reside en la idea de una divinidad concebida como puro egoísmo. El dios concebido de esta manera no es un Dios, sino un ídolo. Ciertamente, es la imagen de lo que la tradición cristiana llamará el demonio, el anti-Dios, porque contiene exactamente la antítesis radical del verdadero Dios. El verdadero Dios es por su propia naturaleza enteramente un ser-para (Padre), un ser a partir de (Hijo) y un ser-con (Espíritu Santo). El hombre, por su parte, es precisamente a imagen de Dios en la medida en que el “a partir de”, el “con” y el “para” constituyen el patrón antropológico fundamental. Cada vez que existe una tentativa de liberarnos de este patrón, no estamos en el camino hacia la divinidad, sino hacia la deshumanización, hacia la destrucción del propio ser mediante la destrucción de la verdad. La variante jacobina de la idea de liberación (llamemos así a los radicalismos de la modernidad) es una rebelión contra el ser mismo del hombre, una rebelión contra la verdad, que por consiguiente conduce al hombre, como Sartre vio con gran penetración, hacia una existencia contradictoria en sí misma, que llamamos infierno.

De lo anterior se desprende que la libertad está asociada a una medida, la medida de la realidad, que es la verdad. La libertad de destruirse a sí mismo o destruir a otro no es libertad, sino parodia demoníaca. La libertad del hombre es compartida, en la existencia conjunta de libertades que se limitan y por tanto se apoyan entre sí. La libertad debe medirse por lo que soy, por lo que somos; de lo contrario, se anula a sí misma. Habiendo dicho esto, estamos en condiciones de hacer una corrección esencial de la imagen superficial de libertad tan predominante en el presente: si la libertad del hombre sólo puede consistir en la coexistencia ordenada de libertades, esto significa que el orden -derecho[8]no es la antítesis conceptual de la libertad, sino más bien condición, ciertamente, elemento constitutivo de la libertad misma. El derecho no es un obstáculo para la libertad, sino un elemento constitutivo de la misma. La ausencia de derecho es ausencia de libertad.

 Libertad y responsabilidad

Claramente, este enfoque da lugar de inmediato a nuevas interrogantes: ¿qué derecho es acorde con la libertad? ¿Cómo debe estructurarse el derecho para constituir un orden justo de la libertad? Porque indudablemente existe un falso derecho, que esclaviza y por tanto no es en absoluto derecho, sino una forma regulada de injusticia. Nuestra crítica no debe dirigirse al derecho en sí mismo, en la medida que éste es parte de la esencia de la libertad; debe desenmascarar el falso derecho como tal y servirnos para arrojar luz sobre el verdadero derecho, aquel que es acorde con la verdad y por consiguiente con la libertad.

¿Pero cómo encontramos este orden justo? Esta es la gran interrogante de la verdadera historia de la libertad, planteada en definitiva en su forma correcta. Como lo hemos hecho hasta ahora, abstengámonos de trabajar con consideraciones filosóficas abstractas. Procuremos más bien enfocar una respuesta en forma inductiva a partir de las realidades de la historia tal como están dadas efectivamente. Si comenzamos con una pequeña comunidad de proporciones manejables, sus posibilidades y límites nos entregan cierta base para detectar el orden más adecuado para la vida compartida por todos los miembros, de tal manera que surge una forma común de libertad de su existencia conjunta. En todo caso, semejante pequeña comunidad no es autónoma; está ubicada dentro de órdenes mayores, que junto con otros factores determinan se esencia. En la era de las naciones, se acostumbraba dar por sentado que la propia nación era la unidad representativa, que el bien común de la misma era también la justa medida de su libertad como comunidad. Los acontecimientos de nuestro siglo han demostrado que este punto de vista es inadecuado. Agustín señaló al respecto que si un Estado se mide a sí mismo únicamente por sus intereses comunes y no por la justicia misma, por la verdadera justicia, no se diferencia estructuralmente de una banda de ladrones debidamente organizada. Después de todo, labanda de ladrones típicamente emplea como medida de sí misma su propio bien independientemente del bien de los demás. Si nos remontamos al período colonial y los estragos que legó al mundo, vemos hoy día cómo incluso Estados debidamente ordenados y civilizados tenían en algunos aspectos semejanzas con la naturaleza de las bandas de ladrones, ya que pensaban únicamente en términos de su propio bien y no del bien en sí mismo. Por consiguiente, la libertad garantizada en esta forma tiene algo de la libertad del bandido. No es una libertad verdadera y auténticamente humana. En la búsqueda de la justa medida, toda la humanidad debe ser considerada y nuevamente -como lo vemos cada vez con más claridad- no sólo la humanidad actual, sino también futura.

Por lo tanto, el criterio del verdadero derecho, que puede llamarse tal por ser acorde con la libertad, sólo puede ser el bien de la totalidad, el bien en sí mismo. Basándose en este enfoque, Hans Jonas definió la responsabilidad como el concepto central de la ética[9]. Así, para comprender debidamente la libertad debemos concebirla siempre en un paralelo con la responsabilidad. Por consiguiente la historia de la liberación sólo puede darse como historia del incremento de la responsabilidad. La mayor libertad ya no puede descansar puramente en dar cada vez más amplitud a los derechos individuales en sí mismos. La mayor libertad debe ser mayor responsabilidad, y eso incluye la aceptación de los vínculos cada vez mayores requeridos por las exigencias de la existencia en común de la humanidad y por la conformidad con la esencia del hombre. Si la responsabilidad responde a la verdad del ser del hombre, podemos decir entonces que un componente esencial de la historia de la liberación es la purificación en curso en aras de la verdad. La verdadera historia de la libertad consiste en la purificación de los individuos y las instituciones a través de esta verdad.

El principio de responsabilidad establece un marco que requiere llenarse con cierto contenido. Este es el contexto en el cual debemos considerar la propuesta del desarrollo de un carácter distintivo planetario, de la cual Hans Küng ha sido un portavoz principal y apasionadamente comprometido. Indudablemente, en nuestra actual situación, es sensato y necesario buscar los elementos básicos comunes de las tradiciones éticas de las diversas religiones y culturas. En este sentido, semejante esfuerzo es de todas maneras importante y apropiado. Por otra parte, los límites de este tipo de tarea son evidentes. Joachim Fest, entre otros, ha llamado la atención sobre estos límites en un análisis comprensivo, pero también muy pesimista, con una tendencia general muy vinculada al escepticismo de Szizypiorski[10]. Porque este mínimo ético que se desprende de las religiones del mundo carece en primer lugar de toda la obligatoriedad y autoridad intrínseca que es requisito previo de la ética. A pesar de todos los esfuerzos por llegar a una posición claramente comprensible, también carece de la evidencia de la razón, que en opinión de los autores podría y debería sustituir a la autoridad, y también carece del carácter concreto sin el cual la ética no puede entrar en su propio terreno. Una idea implícita en este experimento me parece correcta: la razón debe escuchar a las grandes tradiciones religiosas si no quiere llegar a ser sorda, muda y ciega precisamente ante lo esencial de la existencia humana. Toda gran filosofía adquiere vida al escuchar y aceptar la tradición religiosa. Cuando desaparece esta relación, el pensamiento filosófico se marchita y se convierte en puro juego conceptual[11]. El tema mismo de la responsabilidad, es decir, el problema de anclar la libertad en la verdad del bien del hombre y el mundo, revela con gran claridad la necesidad de escuchar atentamente esa tradición, ya que aún cuando el enfoque general del principio de responsabilidad es en gran medida acertado, todavía nos preguntamos cómo llegar a una visión amplia de lo que es el bien para todos, no sólo para el presente, sino también para el futuro. Aquí nos acecha un doble peligro. Por una parte existe el riesgo de caer en el consecuencialismo, criticado debidamente por el Papa en su encíclica moral (Veritatis splendor, nn.71-83). El hombre simplemente se engaña a sí mismo si cree ser capaz de determinar toda la gama de consecuencias provenientes de su acción y convertirlas ennormas de su libertad. Al hacerlo, sacrifica el presente por el futuro, mientras al mismo tiempo deja de construir el futuro. Por otra parte, ¿quién decide lo que prescribe nuestra responsabilidad? Cuando la verdad deja de visualizarse en el contexto de una apropiación inteligente de las grandes tradiciones de la fe, se sustituye por el consenso. Con todo, debemos preguntarnos una vez más: ¿el consenso de quiénes? La respuesta común es “el consenso de quienes son capaces de elaborar argumentos racionales”. Como es imposible desconocer la arrogancia elitista de semejante dictadura intelectual, se dice entonces que las personas capaces de elaborar argumentos racionales también deberían comprometerse en la “defensa” de quienes no tienen esa capacidad. Toda esta línea de pensamiento difícilmente puede inspirar confianza. Es evidente para todos la fragilidad de los consensos y la facilidad con que en cierto clima intelectual los grupos partidistas pueden afirmar que son los únicos representantes equitativos del progreso y la responsabilidad. También es muy fácil aquí expulsar al demonio con Belcebú o sustituir el demonio de los sistemas intelectuales del pasado con otros siete nuevos y peores.

La verdad de nuestra humanidad

La forma de establecer la relación correcta entre responsabilidad y libertad no puede determinarse simplemente mediante un cálculo de los efectos. Debemos volver a la idea de que la libertad del hombre se da en la coexistencia de las libertades. Sólo así es verdadera, es decir, en conformidad con la auténtica realidad del hombre. Por consiguiente, no es de ninguna manera necesario buscar elementos externos para corregir la libertad del individuo. De lo contrario, libertad y responsabilidad, libertad y verdad serían eternos opuestos, y no lo son. Entendida debidamente, la realidad del individuo en sí mismo incluye una referencia a la totalidad, al otro. Así, nuestra respuesta a la pregunta anterior es que existe una verdad común de una humanidad única presente en todos los hombres. La tradición ha llamado a esta verdad la “naturaleza” humana. Basándonos en la fe en la creación, podemos formular este punto con mayor claridad: existe una idea divina, el “hombre”, a la cual debemos responder. En esta idea, la libertad y la comunidad, el orden y la preocupación por el futuro constituyen una totalidad única.

La responsabilidad consistiría entonces en vivir nuestro ser como respuesta a lo que somos en verdad. Esta verdad del hombre, en la cual la libertad y el bien de la totalidad son correlativos en forma inextricable, se expresa centralmente en la tradición bíblica en el Decálogo, que a propósito coincide en muchos aspectos con las grandes tradiciones éticas de otras religiones. El Decálogo es al mismo tiempo la autorrepresentación y autoexhibición de Dios y la exposición de lo que es el hombre, la manifestación luminosa de su verdad. Esta verdad llega a ser visible en el espejo de la esencia divina, porque el hombre sólo puede comprenderse debidamente en relación con Dios. Vivir el Decálogo significa vivir nuestra semejanza con Dios, corresponder a la verdad de nuestro ser y por consiguiente hacer el bien. Dicho de otra manera, vivir el Decálogo significa vivir la divinidad del hombre, que es la definición misma de la libertad: la fusión de nuestro ser con el ser divino y la consiguiente armonía de todo con todo (Catecismo de la Iglesia Católica, nn 2052-82).

Para comprender correctamente esta afirmación, debemos agregar una observación. Toda palabra humana significativa alcanza una mayor profundidad, más allá de lo que el hablante tiene conciencia inmediata de estar diciendo; en lo dicho siempre hay un excedente de lo no dicho, que permite a las palabras crecer en el curso de las épocas. Si esto es verdad en relación con el habla humana, debe ser a fortiori verdad en cuanto al mundo proveniente delas profundidades de Dios. El Decálogo nunca se comprende simplemente de una vez por todas. En las situaciones sucesivas y cambiantes en que se ejerce históricamente la responsabilidad, el Decálogo aparece en perspectivas siempre nuevas, y se abren permanentemente nuevas dimensiones en su significado. El hombre es conducido hacia la totalidad de la verdad, que en ningún caso puede nacer únicamente en un momento histórico (cf. Jn 16: 12f). Para el cristiano, la exégesis del Decálogo que se realiza en las palabras y en la vida, pasión y resurrección de Cristo es la autoridad interpretativa decisiva, que abre una profundidad hasta ahora no sospechada. Por consiguiente, el hecho de escuchar el hombre el mensaje de la fe no consiste en registrar pasivamente información desconocida de otra forma, sino el renacimiento de nuestra memoria sofocada y la apertura de los poderes de comprensión que esperan la luz de la verdad en nosotros. Así esta comprensión es un proceso sumamente activo, en el cual se despliega por primera vez toda la búsqueda de la razón de los criterios de nuestra responsabilidad. La búsqueda de la razón no se sofoca, sino que se libera del círculo de impotencia de la oscuridad impenetrable y emprende su camino. Si el Decálogo, aclarado en una comprensión racional, es la respuesta a las exigencias intrínsecas de nuestra esencia, no es el polo opuesto de nuestra libertad, sino su verdadera forma. En otras palabras, es la base de todo orden justo de la libertad y el verdadero poder liberado de la historia humana.

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