Caben muchos acercamientos a la película de Scorsese. Los críticos cinematográficos comparan «Silencio» con el resto de sus películas. Trazan paralelismos, indagan en su biografía y sus raíces católicas. La aplauden o la rechazan. Quizás los historiadores se planteen su grado de exactitud, o los sociólogos extraigan de ella reflexiones sobre el choque de culturas y las relaciones entre Oriente y Occidente. También los creyentes hablan sobre Silencio, y se asoman a las encrucijadas existenciales que plantea.
Porque Silencio no es tan solo un relato sobre la persecución de los cristianos en Japón en el siglo XVI. Es una película sobre la fe, y sobre la libertad religiosa. Sobre el choque que se genera cuando las creencias nacidas en culturas diferentes se encuentran. Sobre las grandes preguntas del ser humano. Sobre nuestra perplejidad y sufrimiento ante el silencio de Dios. ¿Dónde está cuando sus hijos son perseguidos, amenazados, o asesinados? ¿Dónde está cuando mueren en las fronteras o en los mares? ¿Dónde está en la hora de la injusticia, del asesinato, del calvario? Es también una reflexión sobre los límites del testimonio. Y sobre la apostasía. Sobre la fortaleza, y más aún sobre la debilidad. Sobre la responsabilidad que tenemos en lo que les ocurra a otros por nuestras decisiones o nuestras omisiones. Sobre el sentido del martirio. Para todos estos temas, Silencio es una historia que no da respuestas, sino que suscita infinidad de preguntas.
Pues bien, entre tantas capas de una película compleja y ambiciosa, Silencio es también una historia de jesuitas –aunque no solo- que permite intuir algo de ellos.
Silencio es también una historia de jesuitas
La historia de los jesuitas es la historia de hombres consagrados a la misión de compartir el evangelio. Hombres humildes y soberbios (a veces las dos cosas). Con luces y sombras. Con ambigüedades e inconsistencias, pero también con pasión. Con fuego dentro, encendido en la hoguera de los ejercicios espirituales. Un fuego que a veces es llama y otras rescoldo, pero ahí está. Una historia de fe hecha proyecto. Y traducida a diversos idiomas y culturas. Desde los inicios mismos de la orden. Desde que Francisco Javier marchase de Portugal rumbo a las Indias, y después a Japón. Y, como él, otros muchos, primero cientos, luego miles, cruzando fronteras, tratando de llegar hasta los confines del mundo para compartir un mensaje, una mirada a la realidad, y un nombre, el de Jesús, como amigo y maestro.
La historia de los jesuitas es también una historia de fe; de una fe recibida, interiorizada, compartida, peleada en una batalla contra el mundo, contra la duda, contra la propia inseguridad, en escenarios que a veces la alientan, pero otras la intentan apagar. Es, además, una historia de búsqueda, la búsqueda de la voluntad de Dios en diversas circunstancias. ¿Qué ha de hacerse cuando no ves un camino claro? ¿Qué es lo mejor, lo más justo, lo más digno, lo más necesario? ¿Qué quiere Dios, el martirio de Garupe o la rendición de Rodrígues?
Silencio es una historia sobre jesuitas, que permite entender mucho de ese espíritu misionero, de esa historia evangelizadora y de las batallas existenciales de hombres que quieren ser héroes pero también se saben con los pies de barro. Pero al mismo tiempo es una historia que los trasciende, o los coloca donde deben estar, en el mismo espacio de tantas personas de todas las épocas que pelean, cada día, por acertar, por encontrar a Dios y por vivir de acuerdo a lo que creen que debe ser el mundo.
Ad Maiorem Dei Gloriam
La Opinión de Juan Orellana
Silencio es la última película de Martin Scorsese, y se enmarca en la persecución de los católicos en el Japón del siglo XVII. Aunque fue concebida hace muchos años, llega a las pantallas en un momento histórico en el que los cristianos vuelven a ser brutalmente perseguidos y a menudo cruelmente asesinados. Sin embargo, esa afortunada coincidencia, que permite poner sobre el tapete de la opinión pública tan sangrante realidad, no estaba en las intenciones originales de Scorsese, que es de sus inquietudes personales de creyente de lo que realmente deseaba hablar.
El cineasta parte de un texto que no es suyo, pero del que se apropia de forma muy personal: la novela histórica Silencio del católico japonés Shusaku Endo, publicada en 1966, sobre los misioneros jesuitas portugueses en el Japón del siglo XVII. La trama principal del guion basado en la novela gira en torno al personaje real de Cristóbal Ferreira –interpretado en el film por Liam Neeson-, un jesuita que apostató públicamente tras sufrir torturas y ver morir a sus compañeros. La novela –y la película- siguen los pasos del padre Rodrigues –Andrew Gardfield-, un joven jesuita que viaja desde Macao a Japón para averiguar qué ha sido de Ferreira, su antiguo maestro, y ayudar a los cristianos perseguidos. Unos cristianos sencillos, muy pobres, desclasados, desprotegidos, y a los que sólo se les pedía un gesto muy sencillo: que pisaran un cuadrito de estaño en el que se representaba a Cristo. Por no hacer eso se les torturaba hasta morir.
Martin Scorsese leyó la novela en 1989 por indicación del arzobispo episcopaliano Paul Moore de Nueva York, y enseguida compró los derechos para adaptarla al cine. Durante veinticinco años esa historia, y sobre todo los problemas morales, antropológicos y teológicos que plantea, han estado madurando en la cabeza del cineasta, para llegar a la forma definitiva que ahora vemos en las pantallas. Scorsese ha querido plasmar en esta adaptación cuestiones que le preocupaban desde joven, cuando ingresó en el seminario menor –donde permaneció un año-, o cuando vio por primera vez Diario de un cura rural de Bresson. Para el director de origen siciliano, según ha declarado a La civiltá Catolica, la gran cuestión de la vida es la Gracia. El hombre es débil, se hace continuamente daño a sí mismo, traiciona… Pero con independencia de la gravedad del pecado, la Gracia sucede; aunque se la rechace, ahí está, sucede. Estas son las convicciones de Scorsese, y por eso su personaje favorito del film es Kichijiro (interpretado por Yôsuke Kubozuka), un hombre que cae en lo más bajo continuamente y que siempre vuelve a implorar el perdón y a recomenzar para caer nuevamente y volver a suplicar misericordia. Por tanto, aunque estamos ante un film de apostasías, de tortura y sufrimiento, Silencio es, paradójicamente, una película de esperanza, en la que la última palabra la tiene el perdón y la Gracia. Son los dos pilares de la obra: la fragilidad humana –tema que trató polémicamente en La última tentación de Cristo- y la Gracia, que siempre está ahí, a pesar de todo, disponible, inagotable –y que según Scorsese es la clave de Toro salvaje-.
Desde un punto de vista formal, Silencio –rodado en Taiwan- es un largometraje “crepuscular”, muy largo (160 minutos), lento, muy contemplativo… incluso lánguido a pesar de lo impactante e hiriente de muchas imágenes. El tono de la puesta en escena refleja la miseria silenciosa a la que eran obligados a vivir tantos japoneses cristianos perseguidos que podían ser asesinados en cualquier momento. En el ámbito de ese estilo está la principal crítica que se puede hacer de este monumental film. Por ejemplo, en el contexto de las muy interesantes conversaciones entre el padre Rodrigues y el inquisidor japonés y su ayudante, que tratan de minar la fe del jesuita por la vía del discurso “racional”, parece que la argumentación del jesuita no está a la altura apologética que se podría esperar, y no trasmite con fuerza la novedad del anuncio cristiano. Esa carencia del brillo de una fe viva es característica de casi todos los cristianos que salen en el film, y que no contagian ninguna alegría o esperanza presente. Más bien parecen tristes resignados con la desgracia que les ha tocado en suerte, y no brilla en ellos el consuelo del Resucitado. Al público le puede sorprender si lo compara con algunos testimonios actuales que nos llegan del mundo árabe, en los que se percibe la fuera espiritual de la fe. En cualquier caso, Andrew Garfield recibió antes del rodaje una preparación del jesuita James Martin, quien le introdujo en los Ejercicios ignacianos, y transmite con fuerza la fuerza espiritual de un personaje en crisis.
Sin duda, estamos ante una película importante, que precisa más de un visionado para comprender con hondura las reflexiones profundas de un cineasta que nunca estaría en las listas convencionales de “directores católicos”, y cuya aproximación a la fe es, sin embargo, cualquier cosa menos superficial.
Fuente: Jesuitas.es y Pantalla90