El Tiempo ordinario ocurre dos veces en el año litúrgico: después de la época de Navidad hasta el miércoles de ceniza y desde el día después de Pentecostés hasta las oraciones de la vigilia del primer domingo de Adviento.
El Tiempo ordinario es considerado como un tiempo menor o “no fuerte”, como si los periodos privilegiados del Adviento, Cuaresma y Pascua fuesen los únicos a tener derecho de ciudadanía en el año litúrgico. Y, sin embargo, es un tiempo importante; tan importante que, sin él, la celebración del misterio de Cristo y la progresiva asimilación de los cristianos a este misterio se verían reducidos a puros episodios aislados, en lugar de impregnar toda la existencia de las comunidades de fé. Solamente cuando se comprende que el Tiempo ordinario es un tiempo imprescindible, que desarrolla el misterio pascual de un modo progresivo y profundo, se puede decir que se sabe qué es el año litúrgico. Quedarse tan sólo con los “tiempos fuertes” significa olvidar que el año litúrgico consiste en la celebración sagrada, en el curso de un año, del entero misterio de Cristo y de la obra de la salvación.
Ahora bien, la peculiaridad del Tiempo ordinario no radica en la constitución de un verdadero periodo litúrgico, en el que los domingos guardan una relación especial entre sí en torno a un aspecto determinado del misterio de Cristo. La fuerza del Tiempo ordinario está en cada uno de los 33 o 34 domingos que lo integran. Así lo indican las Normas universales sobre el año litúrgico: “Además de los tiempos que tienen carácter propio, quedan 33 o 34 semanas en el curso del año en las cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos” (NUALC 43). El Tiempo ordinario comienza el lunes que sigue al 6 de enero y se extiende hasta el martes antes del miércoles de Ceniza, para reanudarse de nuevo el lunes después del domingo de Pentecostés y terminar antes de las primeras Vísperas del domingo I de Adviento (cf. NUALC 44). En los tiempos ordinarios, la Iglesia sigue construyendo el Reino de Cristo movida por el Espíritu y alimentada por la Palabra: “El Espíritu hace de la Iglesia el cuerpo de Cristo, hoy”.
La gloria del Señor se ha manifestado y se continuará manifestando entre nosotros, hasta el día de su retorno glorioso. En la sucesión de las diversas fiestas y solemnidades del tiempo, recordamos y vivimos los misterios de la salvación. Centro de todo el año litúrgico es el Triduo Pascual del Señor crucificado, sepultado y resucitado, que este año culminará en la Noche Santa de Pascua que, con gozo, celebraremos el día 16 de abril. Cada domingo, Pascua semanal, la santa Iglesia hará presente este mismo acontecimiento, en el cual Cristo ha vencido al pecado y la muerte.
De la Pascua fluyen, como de su manantial, todos los demás días santos: el Miércoles de Ceniza, comienzo de la Cuaresma, que celebraremos el día 1 de marzo. La Ascensión del Señor, que este año será el 28 de mayo. El Domingo de Pentecostés, que este año coincidirá con el día 4 de junio. El primer Domingo de Adviento, que celebraremos el día 3 de diciembre. También en las fiestas de la Virgen María, Madre de Dios, de los apóstoles, de los santos y en la conmemoración de todos los fieles difuntos, la Iglesia, peregrina en la tierra, proclama la Pascua de su Señor.
Significado y contenido del tiempo ordinario
El llamado tiempo ordinario o, más propiamente, tiempo durante el año, es una de las partes del año litúrgico que han experimentado una transformación mayor en la reforma posconciliar. Considerado como un tiempo menor o «no fuerte», en comparación con los ciclos pascual y de la manifestación del Señor, es lo bastante importante para que, sin él, quedase incompleto el sagrado recuerdo que la iglesia hace de la obra de la salvación efectuada por Cristo en el curso del año (cf SC 102). Por tanto, no se insistirá lo bastante en la riqueza y el valor de este tiempo litúrgico en orden a la contemplación del misterio de Cristo y a la progresiva asimilación de los fieles y de las comunidades a dicho misterio.
El tiempo ordinario desarrolla el misterio pascual de un modo progresivo y profundo; y, si cabe, con mayor naturalidad aún que otros tiempos litúrgicos, cuyo contenido está a veces demasiado polarizado por una temática muy concreta. Para la mistagogia de los bautizados y confirmados que acuden cada domingo a celebrar la eucaristía, el tiempo ordinario significa un programa continuado de penetración en el misterio de salvación siguiendo la existencia humana de Jesús a través de los evangelios, contenido principal y esencial de la l celebración litúrgica de la iglesia.
Ahora bien, la peculiaridad del tiempo ordinario no consiste en constituir un verdadero período litúrgico en el que los domingos guardan una relación especial entre sí en torno a un aspecto determinado del misterio de Cristo. El valor del tiempo ordinario consiste en formar con sus treinta y cuatro semanas un continuo celebrativo a partir del episodio del bautismo del Señor, para recorrer paso a paso la vida de la salvación revelada en la existencia de Jesús. Cada domingo tiene valor propio: «Además de los tiempos que tienen carácter propio, quedan treinta y tres o treinta y cuatro semanas en el curso del año en las cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino que más bien se recuerda el misterio mismo de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos» (NUALC 43).
El tiempo ordinario comienza el lunes siguiente al domingo del bautismo del Señor y se extiende hasta el miércoles de ceniza, para reanudarse de nuevo el lunes después del domingo de pentecostés y terminar antes de las primeras vísperas del domingo I de adviento (ib, 44).
Antes de la reforma litúrgica del Vat. II este tiempo se dividía en dos partes denominadas tiempo después de epifanía y tiempo después de pentecostés, respectivamente. Los domingos de cada parte tenían su propia numeración sucesiva independientemente de la totalidad de la serie. Ahora, en cambio, todos forman una sola serie, de manera que al producirse la interrupción con la llegada de la cuaresma, la serie continúa después del domingo de pentecostés. Pero sucede que unos años empieza el tiempo ordinario más pronto que otros —a causa del ciclo natalicio—. Esto hace que tenga las treinta y cuatro semanas o solamente treinta y tres. En este caso, al producirse la interrupción de la serie, se elimina la semana que tiene que venir a continuación de la que queda interrumpida. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la misa del domingo de pentecostés y la de la solemnidad de la santísima Trinidad sustituyen a las celebraciones dominicales del tiempo ordinario.
El hecho de que el tiempo ordinario comience a continuación de la fiesta del bautismo del Señor permite apreciar el valor que tiene para la liturgia el desarrollo progresivo, episodio tras episodio, de la vida histórica entera de Jesús siguiendo la narración de los evangelios. Éstos, dejando aparte los capítulos de Mateo y Lucas sobre la infancia de Jesús, comienzan con lo que se denomina el ministerio público del Señor. Cada episodio evangélico es un paso para penetrar en el misterio de Cristo; un momento de su vida histórica que tiene un contenido concreto en el hoy litúrgico de la iglesia, y que se cumple en la celebración de acuerdo con la ley de la presencia actualizadora de la salvación en el aquí-ahora-para nosotros.
Por eso puede decirse que en el tiempo ordinario la lectura evangélica adquiere un relieve mayor que en otros tiempos litúrgicos, debido a que en ella Cristo se presenta en su palabra dentro de la historia concreta sin otra finalidad que la de mostrarse a sí mismo en su vida terrena, reclamando de los hombres la fe en la salvación que él fue realizando día a día. Los hechos y las palabras que cada evangelio va recogiendo de la vida de Jesús, proclamados en la celebración en la perspectiva de las promesas del Antiguo Testamento —en esto consiste el valor de la primera lectura— y a la luz de la experiencia eclesial apostólica —la segunda lectura—, hacen que la comunidad de los fieles tenga verdaderamente en el centro de su recuerdo sagrado a lo largo del año a Cristo el Señor con su vida histórica, contenido obligado y único de la liturgia.
La reforma posconciliar del año litúrgico ha introducido en el tiempo ordinario algo verdaderamente decisivo en la perspectiva de lo que venimos diciendo. En efecto, a partir del domingo III se inicia la lectura semicontinua de los tres evangelios sinópticos, uno por cada ciclo A, B y C, de forma que se va presentando el contenido de cada evangelio a medida que se desarrolla la vida y predicación del Señor. Así se consigue una cierta armonía entre el sentido de cada evangelio y la evolución del año litúrgico. Como hemos indicado ya, después de la epifanía y del bautismo del Señor se leen los comienzos del ministerio público de Jesús, que guardan estrecha relación con la escena del Jordán y las primeras manifestaciones mesiánicas de Cristo. Al final del año litúrgico, se llega espontáneamente a los temas escatológicos propios de los últimos domingos del año, ya que los capítulos del evangelio que preceden a los relatos de la pasión y están, por tanto, al final de la vida de Jesús se prestan perfectamente a ello.
Y en medio de las dos etapas del tiempo ordinario se encuentra el ciclo pascual —cuaresma, triduo y cincuentena—. Lejos de ser un obstáculo para la celebración progresiva del misterio de Cristo, este ciclo ofrece una maravillosa continuidad en la evocación de la vida y de la acción mesiánica del Hijo de Dios. Recordemos que la cuaresma se abre con los episodios de las tentaciones y de la transfiguración, momentos en los que Jesús entra decididamente en el camino de la pascua, o sea, en el camino de la cruz y de la resurrección, destino y culminación de su vida histórica y, por tanto, centro iluminador de todos los hechos y palabras que la llenan. El cristiano, celebrando sucesivamente todos estos pasos de Jesús, hace suyo este camino y programa pascual del Señor, camino y programa que ha de realizarse no sólo en el curso del año lilitúrgico, sino también a lo largo de toda la vida.
En el año B del Leccionario, correspondiente al evangelista san Marcos se intercalan, después del domingo XVI del tiempo ordinario, cinco lecturas del capítulo 6 del evangelio de san Juan, debido a la brevedad de aquel evangelio. La intercalación se hace espontáneamente, pues el discurso del pan de vida, tema de Jn 6, tuvo lugar después de la multiplicación de los panes, que narran conjuntamente ambos evangelistas.
En cuanto a las otras lecturas, las del Antiguo Testamento se han elegido siempre en relación con el evangelio y como anuncio del correspondiente episodio de la vida del Señor. Las segundas lecturas no forman unidad con el evangelio y la del Antiguo Testamento, salvo excepciones. Están tomadas de forma semicontinua de las cartas de san Pablo y de Santiago. Dada la extensión de la primera carta a los Corintios, se la ha distribuido en los tres años al principio del tiempo ordinario. La carta a los Hebreos también está repartida entre el año B y el C.
Las ferias del tiempo ordinario no tienen formulario propio para la misa, salvo las lecturas y salmos responsoriales. El Leccionario ferial está, no obstante, dividido en un ciclo de dos años, pero de forma que el evangelio sea siempre el mismo, mientras que la primera lectura ofrece una serie para el año I (años impares) y otra para el año II (años pares). En la lectura evangélica se leen únicamente los evangelios sinópticos por este orden: Marcos en las semanas I-IX, Mateo en las semanas X-XXI y Lucas en las semanas XXII-XXXIV. En la primera lectura alternan los dos Testamentos varias semanas cada uno, según la extensión de los libros que se leen. El Leccionario ferial del tiempo ordinario supone una novedad en la liturgia romana, pero se da con ello cumplimiento a la disposición del Vat. II en orden a la apertura abundante de los tesoros de la biblia para el pueblo cristiano (cf SC 51).
El oficio divino se caracteriza en este tiempo por no contar con otros textos propios que las lecturas bíblica y patrística del oficio de lectura de cada día, y las antífonas del Benedictus y Magníficat de los domingos. Durante el tiempo ordinario se usa completo el salterio de las cuatro semanas, con sus lecturas breves, responsorios, antífonas y preces. La serie de lecturas bíblicas del oficio de lectura va siguiendo la historia de la salvación; las lecturas patrísticas generalmente ofrecen temas independientes, pero de una extraordinaria riqueza doctrinal y de una amplísima variedad.
Solemnidades y fiestas del Señor durante el año
La celebración del misterio de Cristo a lo largo del año comprende una serie de solemnidades y fiestas del Señor, además de los grandes ciclos pascual y natalicio. La mayor parte de ellas caen dentro del tiempo ordinario. Los formularios litúrgicos para celebrarlas se encuentran en el propio del tiempo o en el santoral, según sean variables o fijas en cuanto a la fecha del calendario. La comprensión adecuada de todas ellas sólo puede hacerse relacionándolas con el -> tiempo litúrgico que les es más cercano y tratando de comprenderlas dentro de la secuencia de los hechos y palabras de salvación verificados en Cristo.
Así tenemos el 2 de febrero la presentación del Señor en el templo, a los cuarenta días de navidad (cf Lc 2,22), como un eco de la celebración de la manifestación del Señor (Cristo luz de las gentes en la epifanía y en el templo); la anunciación del Señor el 25 de marzo, fiesta también relacionada con navidad, pues se celebra nueve meses antes del 25 de diciembre, pero también relacionada con la pascua, pues en la encarnación el Hijo de Dios asume el cuerpo con el cual va a redimir al hombre; la fiesta de Jesucristo Sumo Sacerdote, en España el jueves después de pentecostés y, por ello, necesariamente referida a la pascua; la solemnidad de la santísima Trinidad, el domingo siguiente a pentecostés, celebración que es una síntesis de toda la cincuentena pascual, en el sentido de que entre pascua y pentecostés se ha recordado el amor del Padre, la obra del Hijo y Señor nuestro Jesucristo y la donación del Espíritu Santo.
La solemnidad del cuerpo y de la sangre de Cristo y la solemnidad del corazón de Jesús están ambas en la órbita de la pascua-pentecostés, lo cual quiere decir que reducirlas a algunos aspectos únicamente significa empobrecerlas, pues una y otra festividad se comprenden mejor cuando se las contempla en la dinámica del misterio pascual y de la donación-efusión del Espíritu Santo, que se nos da en la eucaristía y que ha brotado del costado abierto de Cristo en la cruz.
El 6 de agosto se celebra la transfiguración del Señor, fiesta importante, aun cuando este misterio está presente en la cuaresma, en el segundo domingo. Sin embargo, tiene lugar cuarenta días antes de la fiesta de la exaltación de la santa Cruz, el 14 de septiembre. Al margen de las razones ecuménicas e históricas, además de las populares, que avalan a una y a otra fiesta, no es difícil ver en ellas un duplicado de la pascua, especialmente en la dimensión gloriosa y triunfal del misterio redentor.
En lás postrimerías del año litúrgico, en noviembre, nos encontramos aún con otras dos festividades: la dedicación de la basílica de san Juan de Letrán, la catedral de Roma y, por ello, cabeza y madre de todas las iglesias del orbe, y la solemnidad de Jesucristo rey del universo. La primera, aunque no lo parezca, es una fiesta del Señor, pues la dedicación de un templo —y por tanto su aniversario— sólo puede hacerse a Dios, el cual ha introducido su morada entre los hombres por medio de Cristo, el único y verdadero santuario, y por medio de la iglesia, templo del Espíritu. No hay duda, pues, de las resonancias pascuales de esta fiesta, cuyo paralelo es, en cada diócesis, el aniversario de la catedral respectiva.
La solemnidad de Cristo rey hace que culmine la celebración del año litúrgico con el recuerdo de la última manifestación del que ha de venir a consumar toda la historia de la salvación. Pero también abre y prepara la nueva etapa del adviento, que se inicia el domingo siguiente. La solemnidad, por tanto, hace de enlace entre un año que termina y otro que empieza, ambos presididos por el signo de Cristo rey universal, Señor de la historia, alfa y omega, el mismo ayer, hoy y por los siglos (cf Ap 13,8 = vigilia pascual: rito de bendición del cirio).
Todas estas fiestas y solemnidades del Señor tienen los primeros puestos en la tabla de los días litúrgicos; de manera que, cuando las que son fijas caen en domingos del tiempo ordinario, se las antepone en la celebración de la misa y del oficio divino. Esto da una idea de la importancia que el año litúrgico y el calendario dan al sagrado recuerdo del misterio de Cristo sobre la base de los domingos y de las restantes celebraciones del Señor (cf SC 102 y 106).