VERDAD Y LIBERTAD (Segunda Parte)

Ayer comenzábamos viendo la primera parte

2. EL PROBLEMA: LA HISTORIA Y EL CONCEPTO DE LIBERTAD EN LA MODERNIDAD

Sin duda, la libertad ha sido desde el comienzo el tema que define la época que podemos llamar moderna. La ruptura repentina con el viejo orden para ir en busca de nuevas libertades es el único motivo que justifica esta distinción de un nuevo período. En el polémico texto de Lutero Von der Freiheit eines Christenmenschen (Sobre la libertad de un cristiano), se abordó por primera vez el tema en forma vigoroza y con tonos resonantes[3]. Fue el grito de libertad que hizo ponerse de pie y observar a los hombres, que provocó una verdadera avalancha y convirtió los escritos de un monje en ocasión de un movimiento de masas transformando radicalmente la faz del mundo medieval. Estaba en discusión la libertad de conciencia frente a la autoridad de la Iglesia, es decir, la más íntima de todas las libertades humanas. No es el orden de la comunidad lo que salva al hombre, sino su fe enteramente personal en Cristo. El hecho de que la totalidad del sistema ordenado de la Iglesia medieval en definitiva había perdido importancia se consideró un impulso masivo hacia la libertad. El orden que en realidad estaba destinado a apoyar y salvar parecía una carga; había dejado de ser valedero, es decir, carecía de significado redentor. La redención ahora significaba liberación, liberación del yugo del orden supraindividual. Aún cuando no sería correcto hablar del individualismo de la Reforma, la nueva importancia del individuo y el cambio de la relación entre la conciencia individual y la autoridad constituyen no obstante parte de sus rasgos predominantes. Sin embargo, este movimiento de liberación se circunscribió dentro de la esfera propiamente religiosa. Cada vez que se extendía a un programa político, como la guerra de los campesinos o el movimiento anabaptista, Lutero se oponía vigorosamente. Lo ocurrido en el ámbito político fue precisamente lo contrario de la liberación: con la creación de iglesias territoriales y nacionales, aumentó y se consolidó el poder de la autoridad secular. En el mundo anglosajón las iglesias libres surgieron posteriormente de esta nueva fusión del gobierno religioso y político, llegando a ser precursoras de una nueva construcción de la historia, que más tarde adquirió características claras en la Ilustración, segunda etapa de la era moderna.

Es común a toda la Ilustración el deseo de emancipación, inicialmente en el sentido kantiano del sapere aude, atreverse a usar la razón por sí mismo. Kant impulsa encarecidamente a la razón individual a liberarse de los lazos de la autoridad, la cual debe someterse plenamente a un examen crítico. Sólo se otorga validez a lo accesible mediante los ojos de la razón. Este programa filosófixo es por su propia naturaleza también de carácter político: la razón reinará y en definitiva no se acepta otra autoridad fuera de la razón. Sólo tiene validez lo accesible para la razón; lo no razonable, es decir, no accesible para la razón, tampoco puede ser valedero. Esta tendencia fundamental de la Ilustración se manifiesta con todo en filosofías sociales y programas políticos diferentes e incluso contrarios. A mi modo de ver, podemos distinguir dos corrientes principales. La primera es la corriente anglosajona, con su orientación predominantemente basada en los derechos naturales y su tendencia hacia la democracia constitucional, concebida como el único sistema realista de la libertad. En el extremo opuesto del espectro, se encuentra el enfoque radical de Rousseau, que en definitiva apunta hacia una total autarquía. El pensamiento basado en los derechos naturales implica en forma crítica el criterio de los derechos innatos del hombre tanto al derecho positivo como a las formas concretas de gobierno. Estos derechos se consideran anteriores a todo orden legal y constituyen su base y medida. “El hombre ha sido creado libre y sigue siéndolo aún cuando haya nacido encadenado”, dice Friedrich Schiller en este sentido. Schiller no está haciendo una afirmación para consolar a los esclavos con nociones metafísicas, sino que ofrece un principio a los luchadores, una máxima para la acción. Un orden jurídico que crea esclavitud es un orden injusto. Desde la creación el hombre tiene derechos que deben hacerse cumplir para que exista la justicia. La libertad no se otorga al hombre desde el exterior. Él es el titular de derechos porque ha sido creado como ser libre. Este pensamiento dio origen a la idea de los derechos humanos, Carta Magna de la lucha moderna por la libertad. Cuando se alude a la naturaleza en este contexto, no se hace referencia únicamente a un sistema de procesos biológicos. Lo importante es más bien el hecho de que los derechos se encuentran presentes naturalmente en el hombre mismo con anterioridad a toda construcción legal. En este sentido, la idea de los derechos humanos es en primer lugar de carácter revolucionario: se opone al absolutismo del estado y a los caprichos de la legislación positiva; pero también es una idea metafísica, contiene en sí misma una afirmación ética y legal. No es una materialidad ciega que luego pueda configurarse de acuerdo con un carácter puramente funcional. La naturaleza contiene el espíritu, el carácter distintivo y la dignidad, y en este sentido constituye tanto la afirmación jurídica como la medida de nuestra liberación. En principio, aquí encontramos algo muy parecido al concepto de naturaleza de la epístola a los Romanos. De acuerdo a este concepto, inspirado por el estilóbato y transformado por la teología de la creación, los gentiles conocen la ley guiados “por la razón natural” y son para sí mismos ley (Rom 2:14).

En esta línea de pensamiento, el elemento específico, propio de la Ilustración y la modernidad, reside en la noción de acuerdo con la cual el carácter jurídico de la naturaleza implica frente a las formas de gobierno existentes ante todo la exigencia de que el estado y las demás instituciones respeten los derechos del individuo. La naturaleza humana posee en primer lugar derechos en oposición a la comunidad, que deben protegerse de la misma: la institución se visualiza como el polo opuesto de la libertad, mientras el individuo aparece como su portador, siendo su meta la total emancipación.

Hay aquí un punto de contacto entre la primera corriente y la segunda, con una orientación considerablemente más radical. Para Rousseau, todo cuanto debe su origen a la razón y a la voluntad es contrario a la naturaleza y la corrompe y contradice. El concepto de naturaleza no está en sí mismo configurado por la idea de un derecho supuestamente anterior a todas nuestras instituciones como ley de la naturaleza. El concepto de naturaleza de Rousseau es antimetafísico y correlativo con su sueño de una total libertad, absolutamente no reglamentada[4]. Ideas similares reaparecen en Nietzsche, que opone el frenesí dionisíaco al orden apolíneo, evocando así las antítesis primordiales de la historia de las religiones: el orden de la razón, representado simbólicamente por Apolo, que corrompe el frenesí libre y sin restricciones de la naturaleza[5], Klages retoma el mismo motivo con su idea de que el espíritu es el adversario del alma: el espíritu no es el gran nuevo don en el cual únicamente existe la libertad, sino un elemento corrosivo del origen prístino con su pasión y libertad[6]. En cierto sentido, esta declaración de guerra al espíritu es enemiga de la Ilustración, y en esa medida el Nacional Socialismo, con su hostilidad a la Ilustración y su culto a “la sangre y el suelo”, podía recurrir a este tipo de corrientes. En todo caso, aún aquí el grito de libertad, motivo fundamental de la Ilustración, no es puramente operativo y se da en su forma más radicalmente intensificada. En la política radical del siglo pasado y el actual, han surgido repetidamente diversas formas de esas tendencias contra la forma de libertad domesticada democráticamente. La revolución francesa, que comenzó con la idea de una democracia constitucional, se despojó muy pronto de esa cadena, adoptando el camino de Rousseau y la concepción anárquica de la libertad, por lo cual precisamente se convirtió de forma inevitable en una dictadura sangrienta.

El marxismo es también una continuación de esta línea radical: criticó permanentemente la libertad democrática, calificándola de impostura y ofreciendo una libertad superior, más radical. Ciertamente, su poder de fascinación provenía justamente de la promesa de una libertad mayor y más vigorosa que aquella obtenida en las democracias. Dos aspectos del sistema marxista me parecen de especial importancia en relación con el problema de la libertad en el período moderno y la pregunta sobre la verdad y la libertad.

  1. El marxismo parte del principio según el cual la libertad es indivisible, es decir, existe como tal únicamente cuando es de todos. La libertad está unida a la igualdad. La existencia de la libertad exige ante todo el establecimiento de la igualdad. Por consiguiente, es necesario renunciar a la libertad con el fin de alcanzar la meta de la total libertad. La solidaridad de quienes luchan por la libertad de todos es anterior a la reivindicación de las libertades individuales. La cita de Marx que sirvió de punto de partida para nuestras reflexiones nos muestra que la idea de libertad sin límites del individuo reaparece al final del proceso. Con todo, en el presente, la norma es el carácter prioritario de la comunidad, la subordinación de la libertad a la igualdad y por lo tanto la preponderancia del derecho comunitario en oposición al individuo.
  2.  Está ligada con esta noción la suposición según la cual la libertad del individuo depende de la estructura de la totalidad y la lucha por la libertad no debe trabarse principalmente para asegurar los derechos del individuo, sino para modificar la estructura del mundo. Sin embargo, ante la interrogante sobre la supuesta forma de esta estructura y los medios para concretarla, el marxismo no pudo dar una respuesta, ya que en el fondo hasta un ciego podría ver que ninguna de sus estructuras permite realmente que la libertad en nombre de la cual se hacía un llamado a los hombres, deje de lado la misma libertad; pero los intelectuales son ciegos en relación con sus propias construcciones intelectuales y por este motivo podían abjurar de todo realismo y seguir luchando por un sistema incapaz de honrar sus promesas. Se refugiaron en la mitología, afirmando que la nueva estructura daría origen a un hombre nuevo, porque en realidad las promesas del marxismo sólo podían operar con hombres nuevos, totalmente distintos a lo que son en este momento. Si el carácter moral del marxismo descansa en el imperativo de la solidaridad y en la idea de la indivisibilidad de la libertad, existe una mentira evidente en su proclamación del hombre nuevo, que paraliza incluso su ética incipiente. Las verdades parciales son correlativas con una mentira y este hecho anula la totalidad: toda mentira sobre la libertad neutraliza incluso los elementos de verdad asociados con la misma. La libertad sin verdad no es en absoluto libertad.

Detengámonos en este punto. Hemos llegado una vez más a lo esencial de los problemas formulados tan drásticamente por Szizypiorski en Salzburgo. Sabemos ahora cuál es la mentira, al menos en relación con las formas en que se ha dado hasta ahora el marxismo; pero todavía estamos lejos de saber qué es la verdad. En realidad, se intensifica nuestra aprensión: ¿tal vez no existe verdad alguna? ¿Es posible que simplemente no exista derecho alguno? ¿Debemos contentarnos con un orden social mínimo de carácter momentáneo? ¿Pero es posible que incluso semejante orden no dé resultado, como lo muestran los últimos acontecimientos en los Balcanes y tantas otras partes del mundo? El escepticismo aumenta y los fundamentos del mismo adquieren un carácter más convincente. Al mismo tiempo, no es posible descartar el deseo de lo absoluto.

La sensación de que la democracia no es la forma correcta de libertad es bastante común y se propaga cada vez más. No es fácil descartar simplemente la crítica marxista de la democracia: ¿en qué medida son libres las elecciones? ¿En qué medida son manipulados los resultados por la propaganda, es decir, por el capital, por un pequeño número de individuos que domina la opinión pública? ¿No existe una nueva oligarquía, que determina lo que es moderno y progresista, lo que un hombre ilustrado debe pensar? Es suficientemente notoria la crueldad de esta oligarquía y su poder de ejecución pública. Cualquiera que interfiera su tarea es un enemigo de la libertad, porque después de todo está obstaculizando la expresión libre de la opinión. ¿Y cómo se llega a tomar decisiones en los órganos representativos? ¿Quién podría seguir creyendo que el bienestar general de la comunidad orienta realmente el proceso de toma de decisiones? ¿Quién podría dudar del poder de ciertos intereses especiales, cuyas manos sucias están a la vista cada vez con mayor frecuencia? Y en general, ¿es realmente el sistema de mayoría y minoría realmente un sistema de libertad? ¿Y no son los grupos de intereses de todo tipo manifiestamente más fuertes que el parlamento, órgano esencial de la representación política? En este enmarañado juego de poderes surge el problema de la ingobernabilidad en forma aún más amenazadora: el predominio de la voluntad de ciertos individuos sobre otros obstaculiza la libertad de la totalidad.

Existe indudablemente un coqueteo con las soluciones autoritarias y un alejamiento de una libertad que se escapa. Sin embargo, esta actitud no define aún la mentalidad de nuestro siglo. La corriente radical de la Ilustración no ha perdido su atractivo y ciertamente está adquiriendo cada vez más poder. Precisamente en el enfrentamiento con los límites de la democracia, el clamor por la libertad total adquiere mayor vigor. Hoy como ayer, ciertamente -y en mayor medida- la “Ley y el Orden” se consideran la antítesis de la libertad. Hoy como ayer la institución, la tradición y la autoridad parecen ser polaridades opuestas de la libertad. La tendencia anarquista del anhelo de libertad está adquiriendo mayor fuerza porque las formas ordenadas de la libertad pública son insatisfactorias. Las grandes promesas hechas en los inicios de la modernidad no se han cumplido, de manera que su fascinación no ha disminuido. La forma democráticamente ordenada de la libertad no puede seguir defendiéndose puramente mediante una reforma legal determinada. La interrogante se remonta a los fundamentos mismos, está vinculada con lo que el hombre es y cómo puede vivir adecuadamente tanto individual como colectivamente.

Vemos cómo el problema político, filosófico y religioso de la libertad ha llegado a ser una totalidad indisoluble. Todo aquel que busque caminos hacia delante debe tener en cuenta esta totalidad y no puede contentarse con pragmatismos superficiales. Antes de intentar describir en la última parte algunas orientaciones que en mi opinión se están abriendo, quisiera revisar brevemente la filosofía tal vez más radical de la libertad de nuestro siglo, la de J.P. Sartre, en la medida que hace resaltar claramente toda la magnitud y gravedad del problema. Sartre considera al hombre condenado a la libertad. En contraste con el animal, el hombre no tiene “naturaleza”. El animal vive su existencia de acuerdo a leyes con las cuales simplemente ha nacido; no necesita considerar qué debe hacer con su vida. Sin embargo, la esencia del hombre es indeterminada. Es una pregunta abierta. Yo mismo debo decidir qué entiendo por “humanidad”, qué quiero hacer con la misma y cómo deseo moldearla. El hombre no tiene naturaleza, pero es pura libertad. Su vida debe tomar alguna dirección, pero en definitiva a nada llega. Esta libertad absurda es el infierno del hombre. Lo inquietante de este enfoque es el hecho de conducir a una separación de la libertad y la verdad hasta llegar a la conclusión más radical: no existe en absoluto la verdad. La libertad no tiene dirección ni medida[7]. En todo caso, esta ausencia total de la verdad, esta ausencia total de todo vínculo moral y metafísico, esta libertad absolutamente anárquica, entendida como cualidad esencial del hombre, se manifiesta a un individuo que procura vivirla no como supremo realce de la existencia, sino como frustración en la vida, vacío absoluto y definición de la condenación. El aislamiento de un concepto radical de la libertad, que para Sartre fue una experiencia vivida, muestra con toda la claridad deseable que al liberarnos de la verdad no obtenemos la libertad pura, sino su abolición. La libertad anárquica, considerada radicalmente, no redime, sino convierte al hombre en una criatura extraviada, un ser sin sentido.

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