Cena del Hambre 2017

Este próximo viernes 17 de febrero a las 20:00, estáis todos invitados a participar de la Cena del Hambre en la Parroquia. Habrá momentos de oración y reflexión sobre el hambre en el mundo y qué podemos hacer. También contaremos con testimonios y con distintas dinámicas que hemos preparado con mucho cariño.

¡¡Os esperamos!!

«No se trata sólo de responder a las emergencias inmediatas, sino de afrontar juntos, en todos los ámbitos, un problema que interpela la conciencia personal y social, para lograr una solución justa y duradera»

«El desperdicio de alimentos no es sino uno de los frutos de la ‘cultura del descarte’ que a menudo lleva a sacrificar hombres y mujeres a los ídolos de las ganancias y del consumo. El reto del hambre y de la malnutrición no tiene sólo una dimensión económica o científica, que se refiere a los aspectos cuantitativos y cualitativos de la cadena alimentaria, sino también y sobre todo una dimensión ética y antropológica». Francisco

VIDEO EN VIVO: Reza desde la gruta de la Virgen Lourdes en Francia

Gracias a la tecnología, se puede visitar por video en directo y tiempo real el famoso santuario de la Virgen de Lourdes donde la Virgen María se apareció a la humilde Santa Bernardita Soubirous en 1858.

En Lourdes, la Virgen apareció con un largo rosario blanco y dorado en sus manos y se presentó con estas palabras: «Yo soy la Inmaculada Concepción».

En una de sus apariciones, Nuestra Señora pidió a Bernardita rogar por los pecadores y exclamó: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!… ¡Ruega a Dios por los pecadores! ¡Besa la tierra en penitencia por los pecadores!”.

Historia de las apariciones

Era el 11 de febrero de 1858, Bernardita, su hermana y otra niña iban al campo a buscar leña seca, cerca de una gruta. Para llegar ahí tenían que pasar por un arroyo. Bernardita no se atrevía a adentrarse porque el agua estaba muy fría. Se empezó a sacar los zapatos, cuando de pronto escuchó un ruido fuerte proveniente de la gruta.

Se acercó a ver lo que pasaba y ahí en ese lugar sucio y pedregoso se apareció la Virgen envuelta en una luz resplandeciente, con un traje blanco de un tejido desconocido, una cinta azul en la cintura, un largo velo blanco y dos rosas doradas brillantes que le cubrían la parte superior de los pies.

En sus manos, la Virgen tenía un largo rosario blanco y dorado. Entonces juntas empezaron a rezarlo. El domingo 14 de febrero, Bernardita en la gruta reza la primera decena del Rosario y María se aparece. La niña le tira agua bendita para asegurarse que no era una obra del enemigo. La Virgen sonríe, se persigna con el Rosario y lo rezan juntas.

El jueves 18 la Virgen le pide a Bernardita que regrese por quince días seguidos a la gruta. Ante la aceptación y promesa de la pequeña, María le promete hacerla dichosa en el otro mundo. Los rumores de las apariciones se empiezan a esparcir.

El 19 de febrero, Bernardita va con una vela bendecida y encendida. Es así que nace la costumbre de ir con velas para encenderlas ante la gruta. El 20 de febrero la Señora le enseña una oración personal a Bernardita.

El domingo 21, la niña ve que la Virgen estaba triste, le pregunta lo que le pasa y Nuestra Señora le contesta: “Rogad por los pecadores”. Para ese entonces las autoridades amenazaron a Bernardita con llevarla a la cárcel y todos se burlaban de ella.

El 22 la Virgen no se le apareció, pero la niña no perdía la esperanza de volverla a ver. El 23, diez mil personas fueron a ver lo que pasaba. La Virgen se le apareció a Bernardita y le pidió que les diga a los sacerdotes que eleven ahí un santuario, a donde se debe ir en procesión.

La niña va y le comenta al sacerdote, quien a cambio pide el nombre de la Señora y que florezca un rosal silvestre sobre el que se aparecía.

El 24 la pequeña le cuenta todo a la Virgen, quien sólo sonrió. Luego María la mandó a rogar por los pecadores y exclamó: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!… ¡Ruega a Dios por los pecadores! ¡Besa la tierra en penitencia por los pecadores!” Bernardita así lo hizo y pedía a los espectadores que hicieran lo mismo.

El 25 de febrero la Virgen le ordena beber, lavarse los pies en la fuente y comer hierba. Bernardita, por indicación de María, escarbó en el fondo de la gruta y empezó a brotar agua.

El 26 se produce el primer milagro. El pobre obrero Bourriete, que tenía el ojo izquierdo mutilado, ora y se frota el ojo con el agua de la fuente. Luego empezó a gritar de alegría y fue recuperando la vista. El 27 la Virgen permanece en silencio, Bernardita bebe del agua del manantial y hace los gestos recurrentes de penitencia.

El 28 Bernardita va a la gruta, pero luego es llevada a casa el juez y amenazada de ir a cárcel. En la noche, Catalina Latapie moja su brazo dislocado y el brazo y la mano recuperan su agilidad, produciéndose un segundo milagro.

El martes 2 de marzo, Bernardita va de nuevo donde el párroco a recordarle el pedido de la Virgen.

El 3 de marzo la pequeña le pregunta de nuevo su nombre y la Virgen sonríe. Ese día, una madre en su desesperación lleva en brazos a su hijo que estaba medio muerto. Lo metió 15 minutos en el agua fría y al llegar a casa notó mejoría en la respiración del niño.

Al día siguiente, el niño estaba lleno de vida y completamente sano. Los médicos certificaron el milagro y lo llamaron de primer orden.

El 4 de marzo, al finalizar los quince días, la visión permanece silenciosa. El 25 de ese mes la Virgen se apareció a Bernardita, levantó los ojos hacia el cielo, juntó en signo de oración las manos que tenía abiertas y tendidas hacia el suelo y le dijo a Bernardita: “Soy la Inmaculada Concepción”.

La pequeña salió corriendo a decirle al párroco, quien se conmueve ante la revelación del nombre ya que cuatro años antes se había proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción.

El 7 de abril, Bernardita en la gruta y en éxtasis pone su mano sobre la llama de la vela encendida que había llevado y no se quema. Después de la aparición, su mano estaba ilesa y fue comprobado por un médico que presenció el hecho.

El 16 de julio se produjo la última aparición. Bernardita  sintió la misteriosa llamada y al llegar a la gruta se dio cuenta que estaba vallada y no se podía pasar. Se dirige entonces al otro lado, enfrente de la gruta, y vio a la Madre de Dios. ”Me pareció que estaba delante de la gruta, a la misma distancia que las otras veces, no veía más que a la Virgen. ¡Jamás la había visto tan bella!”, dijo Santa Bernardita.

Algunos consideran que la aparición de Nuestra Señora de Lourdes es un agradecimiento del cielo por el dogma de la Inmaculada Concepción y es exaltación a las virtudes de pobreza y humildad como la que tenía la pequeña Bernardita.

Asimismo afirman que es un llamado a aceptar la cruz para ser felices en la otra vida, la importancia de la oración, del Santo Rosario y la penitencia con una misericordia infinita por los pecadores y los enfermos.

El agua de la gruta ha sido analizada por químicos, quienes señalaron que es un agua virgen, pura, natural, sin propiedad térmica y en la que ninguna bacteria sobrevive. Para los cristianos esto es símbolo de la Inmaculada Concepción.

Fuente: ACI Prensa

Concierto este domingo 5 de octubre

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Este domingo 5 de febrero os esperamos a las 20:15 para disfrutar de un concierto único.

Coral San Gregorio Magno

La Coral Polifónica San Gregorio Magno surge en el año 2011  a partir de un curso de solfeo y canto coral que se realiza en nuestro barrio de Valdebernardo. En un primer momento es la parroquia de San Gregorio la que presta todo su apoyo y cede sus locales, primero para la realización del citado curso y luego para que la Coral pueda iniciar sus ensayos; las primeras partituras se hacen en la fotocopiadora de la parroquia. Y es en el templo parroquial donde se hace la primera audición de música polifónica y damos nuestro  primer concierto.

Difícilmente hubieran podido dar aquellos pasos sin la extraordinaria colaboración de otro coro polifónico: el Orfeón Moratalaz. Varios orfeonistas experimentados vinieron  a ensayar con nosotros y apoyarnos  en los conciertos iniciales. Actualmente algunos de ellos continúan. Hoy día nuestro repertorio está formado por canciones de distintos países, épocas y estilos.  Canción popular y canción de inspiración religiosa. Tenemos obras del Renacimiento español, de Juan Sebastián Bach, de Verdi y de compositores actuales como Javier Busto y también música de Hispanoamérica, negros espirituales, habaneras, coros de Ópera, etc.

Muchos de los cantores, no todos, son personas que viven en el barrio de Valdebernardo y se sienten estrechamente ligadas a la Parroquia de San Gregorio Magno; pero también hay personas de otros barrios y de otras zonas de Madrid. Aunque nacieron en una parroquia y tienen una relación especial con ella, son enormemente respetuosos con los planteamientos religiosos y las ideas de cada uno. Lo que nos  une es  el interés por la cultura, la afición a la música y el deseo de difundir el canto coral. Cualquier persona que lo desee y tenga unas mínimas cualidades para el canto puede entrar a formar parte de esta coral. A nadie se le exige de entrada que conozca solfeo o esté familiarizado con el lenguaje musical. Todos son bienvenidos

El año 2014 nos constituimos oficialmente en Asociación Cultural. Y como tal obtuvimos el reconocimiento de la Comunidad de Madrid. Nos consideramos  promotores de cultura, trabajamos por difundirla y por elevar nuestro propio nivel cultural y el de nuestro entorno. Todos los conciertos, hasta la fecha, han sido en  Parroquias y Centros Culturales de Madrid y sus alrededores. La sede social la tenemos en la parroquia de San Gregorio Magno en Bulevar Indalecio Prieto, 13.  28032 MADRID.

 

 

 

Semana de oración por la unidad de los cristianos

Al menos una vez al año, se invita a  los cristianos a evocar la oración de Jesús para sus discípulos: «para que todos sean uno; […]; para que el mundo crea […]» (véase Juan 17,21). Los corazones se conmueven y los cristianos se reúnen para orar por su unidad.  Las congregaciones y parroquias de todo el mundo organizan intercambios de predicadores o celebraciones y cultos ecuménicos especiales.  El evento en el que tiene su origen esta experiencia única es la Semana de oración por la unidad de los cristianos.

Semana de oración por la unidad de los cristianosEsta semana de oración se celebra tradicionalmente del 18 al 25 de enero, entre las festividades de la confesión de San Pedro y la de la conversión de San Pablo.  En el hemisferio sur, en el que el mes de enero es un mes de vacaciones, las iglesias encuentran en muchas ocasiones otros momentos para celebrarla, por ejemplo en torno a Pentecostés, que también es una fecha simbólica para la unidad.

Tema para 2017:
«Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia»

Para preparar esta celebración anual, los asociados ecuménicos de una región en particular son invitados cada año a elaborar un texto litúrgico de base sobre un tema bíblico. A continuación, un equipo internacional de editores formado por representantes del CMI y de la Iglesia católica romana pule el texto para asegurarse de que puede ser utilizado como oración en todo el mundo y de que está relacionado con la búsqueda de la unidad visible de la Iglesia.

TEXTO BÍBLICO PARA EL 2017

(2 Corintios 5, 14-20)

En todo caso, es el amor de Cristo el que nos apremia, al pensar que, si uno murió por todos, todos en cierto modo han muerto. Cristo, en efecto, murió por todos, para que quienes viven, ya no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que en adelante a nadie valoramos con criterios humanos. Y si en algún tiempo valoramos a Cristo con esos criterios, ahora ya no. Quien vive en Cristo es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y una nueva realidad está presente.

Todo se lo debemos a Dios que nos ha puesto en paz con él por medio de Cristo y nos ha confiado la tarea de llevar esa paz a los demás. Porque sin tomar en cuenta los pecados de la humanidad, Dios hizo la paz con el mundo por medio de Cristo y a nosotros nos ha confiado ese mensaje de paz. Somos, pues, embajadores de Cristo y es como si Dios mismo os exhortara sirviéndose de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que hagáis las paces con Dios. Al que no tuvo experiencia de pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, experimentemos nosotros la fuerza salvadora de Dios.

oracion-por-la-unidad-de-los-cristianosLos ocho días y la celebración ecuménica

El texto 2 Co 5,14-20 da forma a las reflexiones de los ocho días, que desarrollan algunas de las enseñanzas teológicas de los diferentes versículos, como sigue:

Día 1: Uno murió por todos

Día 2: Ya no vivan más para sí mismos

Día 3: A nadie valoramos con criterios humanos

Día 4: Lo viejo ha pasado

Día 5: Una nueva realidad está presente Día 6: Dios nos ha reconciliado con él

Día 7: El ministerio de la reconciliación

Día 8: Reconciliados con Dios

En la celebración ecuménica, el hecho de que Dios ha reconciliado consigo el mundo es motivo para celebrar. Pero esto también tiene que incluir nuestra confesión de pecado antes de escuchar la proclamación de la Palabra y beber del profundo pozo de la misericordia de Dios. Solo entonces podremos dar testimonio ante el mundo de que la reconciliación es posible.

El texto es publicado conjuntamente por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y el CMI, a través de su Comisión de Fe y Constitución, que también acompaña todo el proceso de producción del texto. El resultado final se envía a las iglesias miembros del CMI y a las conferencias episcopales católicas romanas, a las que se invita a que traduzcan y contextualicen o adapten el texto para su propio uso.cartel-de-la-semana-de-oracion-por-la-unidad-de-los-cristianos

Apremiados a dar testimonio y ser unidad

El amor de Cristo nos apremia a orar, pero también a ir más allá de nuestras oraciones por la unidad entre los cristianos. Las Iglesias y las congregaciones necesitan el don de la reconciliación con Dios como fuente de vida. Pero aún más, lo necesitan para su testimonio común ante el mundo: «Te pido que todos vivan unidos. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros. De este modo el mundo creerá que tú me has enviado» (Juan 17, 21).

El mundo necesita embajadores de reconciliación que rompan barreras, construyan puentes, hagan la paz, abran puertas a nuevas formas de vida en el nombre de aquel que nos reconcilió con Dios, Jesucristo. Su Espíritu Santo nos conduce por el camino de la reconciliación en su nombre.

Mientras se escribía este texto en 2015, muchas personas e Iglesias en Alemania practicaban la reconciliación ofreciendo hospitalidad a los numerosos refugiados que llegaban de Siria, Afganistán, Eritrea y de países de los Balcanes occidentales, buscando protección y una nueva vida. La ayuda concreta y las importantes acciones que se llevaron a cabo contra el odio al extranjero fueron un claro testimonio de reconciliación para la población alemana. Como embajadores de reconciliación, las Iglesias ayudaron activamente a los refugiados a encontrar nuevas viviendas y, al mismo tiempo, intentaban mejorar las condiciones de vida en sus países de origen. Actos concretos de ayuda son tan necesarios como orar juntos por la reconciliación y la paz si queremos que aquellos que están escapando de situaciones terribles puedan tener algo de esperanza y de consuelo.

¡Que la fuente de la gracia reconciliadora de Dios pueda manar en la Semana de Oración de este año, de modo que muchas personas puedan encontrar paz y se puedan construir puentes! ¡Que muchas personas e Iglesias sean apremiadas por el amor de Cristo a vivir vidas reconciliadas y a derribar los muros que dividen!

Fuente: Oikumene y Vatican

Empezamos de nuevo el Tiempo Ordinario

El Tiempo ordinario ocurre dos veces en el año litúrgico: después de la época de Navidad hasta el miércoles de ceniza y desde el día después de Pentecostés hasta las oraciones de la vigilia del primer domingo de Adviento.

Tiempo ordinario
Tiempo ordinario

El Tiempo ordinario es considerado como un tiempo menor o “no fuerte”, como si los periodos privilegiados del Adviento, Cuaresma y Pascua fuesen los únicos a tener derecho de ciudadanía en el año litúrgico. Y, sin embargo, es un tiempo importante; tan importante que, sin él, la celebración del misterio de Cristo y la progresiva asimilación de los cristianos a este misterio se verían reducidos a puros episodios aislados, en lugar de impregnar toda la existencia de las comunidades de fé. Solamente cuando se comprende que el Tiempo ordinario es un tiempo imprescindible, que desarrolla el misterio pascual de un modo progresivo y profundo, se puede decir que se sabe qué es el año litúrgico. Quedarse tan sólo con los “tiempos fuertes” significa olvidar que el año litúrgico consiste en la celebración sagrada, en el curso de un año, del entero misterio de Cristo y de la obra de la salvación. Continuar leyendo «Empezamos de nuevo el Tiempo Ordinario»

Solemnidad del Bautismo del Señor

Manifestación del misterio trinitario en el Bautismo de Cristo.

Apenas se bautizó el Señor se abrió el cielo, y el Espíritu Santo se posó sobre Él como una paloma. Y se oyó la voz del Padre que decía: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.(1)

Hace aún pocos días celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Señor a los gentiles, representados en aquellos hombres sabios que llegaron a Jerusalén preguntando por el nacido rey de los judíos. Ya había tenido lugar una primera revelación a los pastores, que, en la misma noche de la Navidad, se dirigen al lugar donde ha nacido el Niño, a quien le llevan sus presentes. También la fiesta de hoy es una epifanía, una manifestación de la divinidad de Cristo señalada por la voz de Dios Padre, venida del Cielo, y por la presencia del Espíritu Santo en forma de paloma, que significa la Paz y el Amor. Los Padres de la Iglesia suelen señalar una tercera manifestación de la divinidad de Jesús. Ésta tendrá lugar en Caná de Galilea, donde, a través de su primer milagro, Jesús manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él (2).

Icono del Bautismo del Señor
Icono del Bautismo del Señor

En la Primera lectura de la Misa (3), Isaías anuncia la figura del Mesías: He aquí mi siervo…, mi elegido, en quien se complace mi alma. Sobre Él he puesto mi Espíritu… La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará… Yo, el Señor, te he llamado… para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Esta descripción profética tiene su plena realización en el Bautismo del Señor. Entonces descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre Él, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres el Hijo mío, el amado, en Ti me he complacido (4). Las tres divinas Personas de la Trinidad intervienen en esta gran epifanía a orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz, dando testimonio del Hijo, Jesús es bautizado por Juan, el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre Él. La expresión de Isaías mi siervo es sustituida ahora por mi Hijo amado, que indica la Persona y la naturaleza divina de Cristo.

Con el Bautismo de Jesús se inicia de modo solemne su misión salvadora. A la vez, el Espíritu Santo comenzaba por medio del Mesías su acción en las almas, que durará hasta el fin de los tiempos.

La liturgia propia de este domingo es especialmente apta para que recordemos con alegría nuestro Bautismo y sus consecuencias en nuestra vida. Cuando San Agustín menciona en sus Confesiones el día en que recibió este sacramento, lo recuerda con profundo gozo: «rebosante de dulzura extraordinaria, aquellos días no me saciaba de considerar la profundidad de su designio para la salvación del género humano» (5). Con ese gozo hemos de recordar hoy que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

El misterio del Bautismo de Jesús nos adentra en el misterio inefable de cada uno de nosotros, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia (6). Hemos sido bautizados no sólo en agua, como hacía el Precursor, sino en el Espíritu Santo, que nos comunica la vida de Dios. Demos gracias hoy al Señor por aquel día memorable en el que fuimos incorporados a la vida de Cristo y destinados con Él a la vida eterna. Alegrémonos de haber sido quizá bautizados a los pocos días de haber nacido, como es costumbre inmemorial en la Iglesia, en el caso de neófitos hijos de padres cristianos.

Nuestra filiación divina en Cristo por el sacramento del Bautismo.

Fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para entrar en comunión con la Trinidad Beatísima. En cierto modo se han abierto para cada uno de nosotros los cielos, a fin de que entremos en la casa de Dios y conozcamos la filiación divina. «Si tuvieses piedad verdadera -enseña San Cirilo de Jerusalén-, también descenderá sobre ti el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre desde lo alto que dice: éste no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido hecho mío» (7). La filiación divina ha sido uno de los grandes dones que recibimos aquel día en que fuimos bautizados. San Pablo nos habla de esta filiación y, dirigiéndose a cada bautizado, no duda en pronunciar estas dichosísimas palabras: Ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo, también heredero (8).

En el rito de este sacramento se indica que la configuración con Cristo tiene lugar mediante una regeneración espiritual, como enseñaba Jesús a Nicodemo: quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios (9). «El Bautismo cristiano es, en efecto, un misterio de muerte y de resurrección: la inmersión en el agua bautismal simboliza y actualiza la sepultura de Jesús en la tierra y la muerte del hombre viejo, mientras que la emersión significa la resurrección de Cristo y el nacimiento del hombre nuevo» (10). Este nuevo nacimiento es el fundamento de la filiación divina. Y así, por este sacramento, «los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre» (11). Esta filiación lleva consigo la aniquilación de todo pecado del alma y la infusión de la gracia.

Por el Bautismo se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, y la pena eterna y temporal debida por los pecados. El ser configurados con Cristo resucitado, simbolizado en la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha constituido en morada de la Santísima Trinidad. Al cristiano se le abren las puertas del Cielo, y se alegran los ángeles y los santos. En la naturaleza humana permanecen aquellas consecuencias del pecado original que, si bien proceden de él, no son en sí mismas pecado, pero inclinan a él; el hombre bautizado sigue sujeto a la posibilidad de errar, a la concupiscencia y a la muerte, consecuencias todas ellas del pecado original. Sin embargo, el Bautismo ha sembrado ya en el cuerpo humano la semilla de una renovación y resurrección gloriosas. ¡Qué diferencia tan enorme entre la persona que iba, o llevaban, camino de la iglesia para recibir este sacramento, y la que vuelve ya bautizada! El cristiano «sale del Bautismo resplandeciente como el sol y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero con Cristo» (12).

Demos muchas gracias al Señor por tanto bien, que querríamos comprender hoy en toda su grandeza. Por último, te pedimos…, Señor, humildemente que escuchemos con fe la palabra de tu Hijo para que podamos llamarnos y ser, en verdad, hijos tuyos (13). Es nuestro mayor deseo y nuestra más grande aspiración.

Proyección del Bautismo en la vida diaria.

En la Segunda lectura, San Pedro recuerda aquel comienzo mesiánico de Jesús, que estaba en la mente de muchos de los que le escuchaban y del que algunos de ellos habían sido testigos oculares. Conocéis -les dice el Apóstol- lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque todo comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo… (14).

Pertransivit benefaciendo…, pasó haciendo el bien… Éste puede ser un resumen de la vida de Cristo aquí en la tierra. Ése debe ser el resumen de la vida de cada bautizado, pues toda su vida se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo: cuando trabaja, en el descanso, cuando sonríe o presta uno de los innumerables servicios que conlleva la vida familiar o profesional…

En la fiesta de hoy se nos invita a tomar renovada conciencia de los compromisos adquiridos por nuestros padres o padrinos, en nuestro nombre, el día de nuestro Bautismo; a reafirmar nuestra ferviente adhesión a Cristo y la voluntad de luchar por estar cada día más cerca de Él; y a separarnos de todo pecado, incluso venial, ya que al recibir este sacramento fuimos llamados a la santidad, a participar de la misma vida divina.

 Es precisamente este Bautismo el que «nos hace «fideles» -fieles, palabra que, como aquella otra, «sancti» -santos, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los «fieles» de la Iglesia» (15). Seremos fieles en la medida en que nuestra vida -¡tantas veces lo hemos meditado!-esté edificada sobre el cimiento firme y seguro de la oración. San Lucas nos ha dejado escrito en su Evangelio que Jesús, después de haber sido bautizado, estaba en oración (16). Y comenta Santo Tomás de Aquino: en esta oración, el Señor nos enseña que «después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan» (17).

Junto al agradecimiento y la alegría por tantos bienes como nos han llegado en este sacramento, renovemos hoy nuestra fidelidad a Cristo y a la Iglesia, que, en muchas ocasiones, se traducirá en la fidelidad a nuestra oración diaria.

(1) Antífona de entrada. Cfr. Mt 3, 16-17.- (2) Jn 2, 11.- (3) Is 42, 1-4;6-7.- (4) Lc 3, 22.- (5) SAN AGUSTIN, Confesiones, I, 9, 6.- (6) Jn 1, 16.- (7) SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis III, Sobre el Bautismo, 14.- (8) Gal 4, 7.- (9) Jn 3, 5.- (10) JUAN PABLO II, Ángelus 8-I-1989.- (11) CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 6.- (12) SAN HIPOLITO, Sermón sobre la Teofanía.- (13) Oración después de la comunión.- (14) Segunda lectura. Hech 10, 34-38.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 622.- (16) Cfr. Lc 3, 21.- (17) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 39, a. 5.

6 de enero: Epifanía del Señor

Adoración de los Reyes Magos
Adoración de los Reyes Magos

La Iglesia celebra la Epifanía a los doce días de la Navidad. Se trata de una fiesta que tiene un carácter similar al de la anterior. Son fiestas compañeras, si no gemelas. El nombre de «pequeña navidad» dado a la epifanía expresa la idea popular de la fiesta en la Iglesia occidental. Parece como una repetición, a menor escala, de las celebraciones navideñas. Entre los cristianos de Oriente sucedía exactamente lo contrario. También ellos celebran la navidad, pero no le conceden el mismo rango que a la epifanía. Les parece apropiado dar a navidad el título de «pequeña epifanía». Continuar leyendo «6 de enero: Epifanía del Señor»

1 de enero: Santa María Madre de Dios

La devoción a María ha seguido siempre al culto tributado a su Hijo en la oración y la vida de la Iglesia. Por eso es un componente característico de la espiritualidad católica desde los orígenes. Hoy primer día del año, la Iglesia rinde culto a María, Madre de Dios, como la creatura más sublime de la Creación.

María, Madre de Dios, en el Evangelio y en la Tradición

Los evangelios nos revelan el papel de María en los momentos decisivos de la obra redentora de Jesús. En el relato de la Anunciación que nos refiere Lucas, María otorga a la Palabra que le trae el ángel Gabriel el «fíat» de su fe, que determina la Encarnación del Hijo de Dios. Como dicen los Padres, María engendró a Jesús por su fe antes de concebirlo en la carne. La fe de María concluye la fe de Abraham recibiendo al hijo de la promesa; ella se convierte en el modelo y forma las primicias de la fe de la Iglesia. Gracias a María el Fíat creador del Génesis se ha vuelto recreador para producir el hombre nuevo.

San Juan nos muestra a María al pie de la cruz, participando de un modo único en la Pasión que sufría Jesús en la carne que ella le había dado, y recibiendo de él una maternidad nueva en la persona del apóstol que Jesús amaba.

Es también san Lucas quien nos desoribe la comunidad de los apóstoles agrupada en la oración en torno a María, para recibir la plenitud de las gracias del Espíritu el día de Pentecostés. Se puede comprender que esto fue para ella una gracia de oración situada en la fuente de la gracia apostólica, según el ejemplo de Jesús, que pasó la noche en oración antes de elegir a sus apóstoles.

La Tradición cristiana de los primeros siglos ha mantenido con firmeza, tanto en su doctrina como en su liturgia, el lugar privilegiado de María, frente a las sucesivas herejías. El concilio de Efeso, concluyendo los debates de los grandes concilios en torno a la unión personal de la humanidad y la divinidad en Jesús, como Hijo de Dios, igual al Padre, y verdadero hombre, resumió su fe en una fórmula sencilla y clara, accesible a los más humildes, que atribuye a María el título de «Theotokos», de «Madre de Dios». Esta invocación, que nos resulta tan familiar, encierra, en realidad, una extrema audacia, pues expresa un misterio que supera el entendimiento de los más sabios.

Al mismo tiempo, la liturgia, que se despliega como un árbol vigoroso en el siglo IV, tanto en Oriente como en Occidente, otorga a María un lugar de primer orden, precediendo a los apóstoles, a los mártires, a los santos y a los mismos ángeles, en el servicio de la oración. La Iglesia de los Padres dedicará a María sus más bellas basílicas, como hará, más tarda, la Edad Media con sus catedrales.

El avemaría después del Padre nuestro

La oración a María, bajo la forma del avemaría, se ha vuelto asimismo, en la piedad del pueblo cristiano, la fiel compañera de la oración enseñada por Jesús, el Padre nuestro. Esta asociación del Padre nuestro y del avemaría ha sido el fruto de una larga maduración. En efecto, el avemaría fue obra de la piedad cristiana que, primero, reunió, en honor a María, las palabras del ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28) con la bendición de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (1, 42). Encontramos ya reunidas estas palabras en la liturgia de san Basilio, en el siglo V, y en la antífona gregoriana del ofertorio, el 4° domingo de adviento. La unión con el Padre nuestro se llevará a cabo en la costumbre monástica, especialmente cisterciense, y después dominica, de recitar series de Padrenuestros y avemarías en lugar del salterio por los hermanos conversos que ignoraban el latín. La mención del nombre de Jesús será añadida a continuación y prescrita por el papa Urbano IV el año 1263. La segunda parte del avemaría, que comienza con la invocación a la «Madre de Dios», proviene probablemente de los cartujos en el siglo XV La recitación de las 150 avemarías, divididas como el salterio en tres series de 50, a las que se dará el nombre de rosario, por esa misma época, formará el «salterio de María» y será puntuada, cada decena, por el Padre nuestro. Irá acompañada por la meditación de los «misterios» de la vida de Jesús y de María. Así se formará la oración del rosario como una liturgia mariana adaptada a la devoción de todos los fieles.

La historia del avemaría y del Rosario nos muestra claramente el lugar de la devoción a María en la espiritualidad católica, como una continuación de la oración del Señor y un fruto de la oración de la Iglesia. Esta nos invita a meditar como un misterio originario el episodio de la Anunciación, que nos presenta la vocación y la fe de María como un modelo: ella creyó en las promesas del amor divino; en ella se hicieron fecundas la fe, la esperanza y la caridad y engendraron al Hijo de Dios. María se mantiene así, por su docilidad para con la gracia del Espíritu, junto a la fuente de toda espiritualidad cristiana.

La anunciación y la prueba de María

San Lucas es un historiador de un género particular. No nos cuenta los hechos materialmente, tal como hubiera podido verlos y narrarlos un espectador cualquiera. Los ángeles no se prestan habitualmente a nuestra observación. El evangelio nos relata un acontecimiento espiritual, tal como sólo puede testimoniarlo alguien que lo ha vivido, y comprenderlo alguien que lo ha contemplado con los ojos del espíritu. No es que la Anunciación no sea un hecho constatable, puesto que figura en el origen de un nacimiento que marcará un hito en la historia e inaugurará incluso una era nueva. Pero san Lucas, aun precisando el lugar y las circunstancias, pretende introducirnos más allá de lo que perciben los sentidos, en la intimidad de María en el momento en que la Palabra de Dios llegó a ella por la voz del ángel. Nos indica también el alcance de lo que sucedió, evocando el contexto espiritual del acontecimiento con la ayuda de pasajes de la Escritura que muestran su arraigo en la historia del pueblo elegido, así como su significación para María y para los que creerán como ella.

Anunciación de Fra Angelico
Anunciación de Fra Angelico

El relato de la Anunciación es un cuadro presentado a nuestra contemplación, a la manera de las obras maestras de Fra Angélico, pero con una inspiración aún más elevada. Tiene como finalidad formar y mantener en nosotros una fe semejante a la de la Virgen. Nos invita a la escucha y a la oración a la manera de María, a fin de que la luz de Dios nos ilumine también a nosotros.

Según la fe de Abraham

El final del Magnificat, que corona el relato de la Anunciación en forma de alabanza, nos brinda una clave de lectura situando estos acontecimientos en la línea de la Misericordia de Dios «en favor de Abraham y de su descendencia para siempre». Podemos encontrar, efectivamente, en María las tres etapas de la fe y de la esperanza de Abraham abriéndose al amor divino. Son las promesas hechas al patriarca las que se transmiten a María por medio de su renovación en favor de David: «Voy a hacerte un nombre grande… Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 S 7, 8-14). Por eso evoca el ángel en su saludo la profecía de Sofonías. «¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión!… ¡alégrate y exulta de todo corazón!… ¡No tengas miedo, Sión!… ¡Yahvé tu Dios está en medio de ti, guerrero vencedor!» (So 3, 14-17). María es la hija de Sión invitada a alegrarse porque Dios está en ella.

Como en el caso de Abraham, la promesa del ángel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo», respondía a su deseo, natural en una mujer, de tener un hijo, de convertirse en madre. También aquí la promesa rebasaba las esperanzas humanas; estaba asociada a la esperanza de la venida de un Mesías, una esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel: «Será grande… El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». La promesa adquiría en estas palabras como un halo de grandeza infinita, que contrastaba con la humildad de María: «Ha fijado sus ojos en la humildad de su esclava». La turbación experimentada por María ante el saludo del ángel proviene, sin duda, de ese paso de la extrema pequeñez a la extrema grandeza, siguiendo el movimiento de la gracia que la llenaba. Antes humilde y escondida, hela ahora cargada con la esperanza de todo un pueblo.

El momento de la prueba

copia-de-416346124_fc53f9a489_oCon el anuncio del ángel aparece, a renglón seguido, la prueba en el corazón de María. Se manifiesta en esta pregunta que prolonga su turbación: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» La cuestión sube desde el fondo de su ser de mujer judía tocada por la promesa de la maternidad mesiánica.

Se ha discutido mucho sobre el sentido de estas palabras. La tradición teológica latina, siguiendo a san Agustín (De la santa virginidad, IV), ha admitido la explicación que presupone un voto de virginidad por parte de María, lo que, no obstante, es dificil de concertar con los desposorios de que habla san Lucas. Nos parece que esta hipótesis no es indispensable y que la cuestión planteada por María es bastante clara, si se la interpreta en el marco de la escena que se nos cuenta, y a la luz de la prueba de Abraham.

Maria, como Abraham, se sentía cogida, dividida entre dos palabras de Dios que no sabía cómo conciliar. Estaba, en primer lugar, el anuncio del ángel de que ella tendría un hijo, que en este hijo se cumplirían las promesas reales hechas a David, que sería el Hijo del Altísimo y reinaría para siempre sobre la casa de Israel. Observemos que estas promesas contienen ya los dos títulos que Jesús reivindicará ante Caifás y ante Pilato: el de Hijo de Dios y el de Rey de los judíos, que constituirán la causa de su condenación. El relato de la Anunciación está bien armonizado con el conjunto del Evangelio. De este modo, Maria se sentía invadida y transportada por la gran esperanza que iba a tomar cuerpo en su hijo. ¿Se podía resistir a este impulso de la esperanza suscitada por Dios mismo desde Ios orígenes del pueblo elegido?

Pero al mismo tiempo, tras la objeción «… pues no conozco varón», puede adivinarse otro mensaje de Dios a María, muy secreto, para ella sola, sugerido por el saludo del ángel y que podríamos expresar así: del mismo modo que Abraham fue arrebatado por el amor de Dios que lo llamaba, hasta el punto de consentir sacrificarle a Isaac, al que Dios mismo llamaba «tu hijo único, al que amas», en una obediencia silenciosa y sin reservas, así María, invadida por la gracia de Dios que la colmaba, se sintió llamada a entregarse del todo a este Amor único que la visitaba y a «no conocer varón», a permanecer virgen. Maria estaba penetrada por la Palabra de Dios como por una espada de dos filos: de un lado, la esperanza de la maternidad la sublevaba, y, de otro, se formaba en ella la voluntad de consagrarse al Amor en la virginidad. Desde un punto de vista humano, no había salida entre estos mensajes contrarios, pues ¿cómo llegar a ser madre, si ella no conocía varón, y cómo entregarse a un hombre sin negarse a este Amor que quería tomarla entera? ¿Cómo podía responder a la esperanza de su pueblo y, al mismo tiempo, entregarse al absoluto del amor divino que le hablaba al corazón? ¿No le pedía este amor, como a Abraham, que también ella sacrificara al hijo de la promesa, en el mismo momento en que se le anunciaba?

María estaba sola ante esta cuestión, pues nadie, sin la luz de Dios, podía comprenderla, ni los miembros de su raza, que rechazaban la virginidad precisamente a causa de su esperanza de un Mesías, ni sobre todo José, su prometido, afectado más directamente.

 El misterio de Jesús y María

María se encontraba, de hecho, frente al misterio mismo de Jesús: ¿cómo podía revestirse este niño de la humanidad, naciendo de su carne, y ser, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, nacido del Padre y engendrado por el Espíritu? Ese misterio, que ella no podía formular con palabras eruditas, pero que experimentaba mejor que el mismo ángel, se reflejaba directamente en la elección que la dividía, entre la maternidad y la virginidad, entre la obra del Amor y la consagración al Amor, siendo que una cosa parecía exigir la renuncia a la otra: «¡Cómo será eso?»

The icon is displayed in the Tretyakov Gallery, Moscow
Este icono se encuentra en  la Galería Tretyakov de Moscú.

La respuesta del ángel es mucho más que la simple solución de un problema dificil. Exige de María la fe en Dios «para quien nada es imposible», entregándose al poder del Espíritu, el único capaz de conocer y realizar los designios de Dios, que superan las consideraciones de los hombres, como el cielo dista de la tierra. El Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, como la nube luminosa se mantenía encima del pueblo en el desierto del Sinaí, como se extenderá también sobre Jesús y los apóstoles en la Transfiguración. El Espíritu de amor realizará en María lo «imposible» haciéndola madre y confirmándole la gracia de la virginidad. María no concebirá a Jesús a pesar de su virginidad, sino a causa de ella, porque al renunciar a «conocer varón», se entrega al Espíritu que formará en ella a Jesús, que no fue engendrado, según san Juan, «ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13).

María Madre de la Vida
María Madre de la Vida

Mediante el humilde «sí» de su fe y mediante la audacia de su esperanza, compromete María su persona y su vida con la Misericordia de Dios, que se manifestó en ella con su poder y se humilló hacia ella en su benignidad. Por su obediencia, repara la falta de fe y la desobediencia de Eva, y se vuelve, de un modo distinto, la «Madre de los vivientes», gracias al hijo que se le ha dado como primicias del «hombre nuevo», del «hombre espiritual». Como hija de Abraham, María es ahora el modelo de la fe en Jesús, como el Hijo de Dios y el hijo de la Virgen.

La bienaventuranza de María pronunciada por Isabel: «Dichosa la que ha creído en el cumplimiento de lo que se le ha dicho de parte del Señor», retorna, en suma, la bendición del ángel otorgada a Abraham: «Por haber hecho eso, por no haberme negado a tu hijo, a tu único, te colmaré de bendiciones». El Magnificat expresa en María un júbilo semejante a la alegría de Abraham cuando recibió, por segunda vez, a Isaac de la mano de Dios: «En adelante todas las naciones me proclamarán bienaventurada».

La nueva maternidad recibida al pie de la Cruz de Jesús

El relato de la Anunciación nos introduce en el tejido profundo del Evangelio, donde todo se juega en torno a la fe en Jesús y nos invita a reconocer al Hijo de Dios en el hijo de María. Ya se perfila ante nosotros la cima del Evangelio, el relato de la Pasión ordenado enteramente a formar en nosotros una fe semejante a la de María y a la de los apóstoles, a hacernos descubrir en Jesús, humillado, sufriente y muerto en su carne, al Hijo único, al Rey de Israel. La Anunciación contiene en germen el misterio de la Cruz, la prueba del sufrimiento y de la separación, que conduce a la gloria de la Resurrección.

Fue precisamente al pie de la Cruz donde María recibió de su Hijo el don de una maternidad nueva respecto a todos los discípulos, representados por el apóstol Juan, y a la Iglesia, que iba a nacer del costado de Jesús.

El P. Braun, en su libro «La Mére des fidéles» (La Madre de los fieles) (París, 1954, 113ss.), ha mostrado claramente, siguiendo a los Padres, el lazo que existe en el evangelio de Juan entre el relato de las bodas de Caná, el primer signo en que Jesús «manifestó su gloria», y las palabras que dirigió en la cruz a María y al discípulo al que amaba: «He aquí a tu hijo… He aquí a tu madre».

En Caná, Jesús aparta, de entrada, la petición de María y somete su maternidad a la prueba de la separación: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Según la interpretación de san Agustín, la hora de Jesús será la de su Pasión, cuando sufrirá en su carne y reconocerá su deuda filial para con María que se la dio; pero esto tendrá lugar a través del dolor del parto espiritual. En efecto, a través de la participación en la Pasión de su hijo, en el momento de la separación suprema en que se le pide que renueve su «fíat», es cuando María recibirá el don de una maternidad que podemos llamar resucitada, pues se realizará después de la Resurrección de Jesús, con la efusión del Espíritu. Las palabras de Jesús dirigidas a María y a Juan los invita ya a creer en la Resurrección, en el mismo instante en que todo parece perderse, en que se consuma la separación según la predicción de las Escrituras.

Nota asimismo el P. Braun que, desde Caná a la Cruz, Maria ha estado sometida a lo que el cardenal Journet llama «la voluntad separadora de Dios, que separa a la Madre del Hijo, como separará al Hijo del Padre». Sufre la prueba de las separaciones dolorosas en su afectividad materna, como lo testimonia la pregunta angustiada a su hijo cuando lo encuentra en el Templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2, 48). Más tarde, cuando lo buscaba entre la muchedumbre, le oirá decir: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12, 48). Pero la prueba, en vez de separarla de Jesús, realiza en ella «la identificación de las voluntades mediante la caridad transformadora». María se ve así conducida de la Anunciación a la Cruz, donde aparecen las dos facetas contrastadas del misterio de la fe y del amor. «María no había estado nunca tan separada de Jesús como lo estuvo en el Calvario, puesto que Jesús le fue arrebatado entonces corporalmente; y, sin embargo, tampoco le estuvo nunca tan unida como al participar en su sacrificio». Ante la Cruz de Jesús, la maternidad de María, aunque sigue siendo carnal, se hizo espiritual, como prearmonizada con el cuerpo resucitado de su hijo y con el Cuerpo de la Iglesia que nacerá de Pentecostés.

La unión de la maternidad y de la virginidad en María

Los evangelistas, a pesar de su relativa discreción respecto a la madre de Jesús, nos han dejado materia suficiente para nutrir la meditación de la Iglesia y procurar a María un lugar de primer plano, detrás de su hijo, en la espiritualidad católica. La devoción a María es un criterio de autenticidad espiritual, pues, desde la Anunciación, el Espíritu Santo continúa obrando por ella. No cabe duda de que conviene vigilar la calidad de esa devoción, para evitar que no acabe en sentimentalismo; debemos darle su pleno tenor evangélico y mantener con esmero el equilibrio de su subordinación a la fe en Cristo. Sin embargo, la baja y, en ocasiones, la desaparición de la devoción a María, es siempre indicio de una crisis grave de la vida espiritual y de la misma fe.

Uno de los signos más reveladores de la acción del Espíritu Santo reside en la unión de la maternidad y de la virginidad en María, que nos hace llamarla «Virgen María». Es más que un hecho milagroso y un privilegio único; es el advenimiento de una gracia plena destinada a toda la Iglesia; y manifiesta la naturaleza del amor que actúa en María y que prosigue su obra en los creyentes.

La maternidad y la virginidad proceden, una y otra, del amor de Dios que se ha revelado en Jesús. La maternidad muestra el poder y la fecundidad de este amor; la virginidad expresa su pureza, su santidad, y demuestra que es de una naturaleza distintas al amor carnal, que tiene su fuente en una altura –o en una profundidad– accesible únicamente a la fe a través de la prueba del desprendimiento y de la superación. La virginidad es un signo convincente de la transcendencia del ágape divino.

La maternidad y la virginidad no se oponen ya, en María, como lo positivo y lo negativo, como la producción y la privación, sino que se convierten en las condiciones de un único amor: la virginidad garantiza la calidad espiritual y la maduración del ágape, y esta, en virtud de su fecundidad, multiplica a «los que han nacido de Dios», renacidos a imagen de Cristo. Por eso podemos considerar la virginidad de María como una fuente privilegiada de la vocación a la castidad consagrada en la Iglesia. María no brinda aquí sólo un ejemplo; sino que nos procura una gracia que nos hace vivir.

La unión de la maternidad y de la virginidad en María demuestra, a quien quiere entenderlo, que el ideal cristiano de la virginidad no procede en el fondo, sean cuales fueren las influencias sufridas a lo largo de la historia, ni de un dualismo que opondría el alma al cuerpo y conduciría al desprecio de este último, ni de un temor sospechoso a la sexualidad. Hay que decir más bien que a través del don de su carne y de su sangre es como María se vuelve la esclava del ágape divino que la incita a la virginidad. De modo semejante, aquellos que están llamados por el Espíritu a una vida consagrada a la virginidad, la realizan mediante la ofrenda continua de su cuerpo al servicio de este amor que les ha seducido, a través del combate contra la carne manchada en favor de la carne purificada, que compromete todos los sentidos.

Existe una filiación directa entre la acción del Espíritu Santo y la virginidad por Cristo. Esta filiación se muestra por primera vez y de una manera única en María. Aparece también en la llamada a la castidad consagrada, signo e instrumento de la pureza esencial del amor de Cristo. Sólo la gracia puede realizar en nosotros esta obra de elección y hacerle producir sus frutos de santificación. Lleva la firma del Espíritu Santo.

Señalemos, por último, que la virginidad y el matrimonio no se oponen tampoco en la obra del Espíritu, porque proceden de un mismo amor que los reúne y coordina. El matrimonio, en virtud de la gracia del Espíritu, adquiere una dimensión nueva significada por la participación en el amor a Cristo y a la Iglesia, que le confiere una fecundidad espiritual (Ef 5, 29-31). Tal es precisamente el amor a Cristo Esposo, que alimenta asimismo la vida consagrada a la virginidad. Semejante vocación da testimonio ante la gente casada de la superioridad del amor espiritual, que penetra también en ellos para profundizar y purificar su afecto. A su vez, el matrimonio cristiano incluye un mensaje destinado a aquellos que han renunciado a él: la advertencia de que la vida entregada a Cristo reclama el don de toda la persona, cuerpo y alma, y debe ser espiritualmente fructuosa en la Iglesia gracias a una generosidad sin cálculo. Entre estos dos modos de vida, matrimonio y virginidad, existen los mismos vínculos profundos que entre los carismas de que habla san Pablo: están regidos por la caridad y sometidos a la ley de la consagración, que los ordena al bien de todos, con una medida superabundante que pertenece a la esencia del amor verdadero.

Más aún, podría decirse que el matrimonio y la virginidad dan testimonio, cada uno a su manera, de la persona de Cristo, tanto en la Iglesia como en Maria: el matrimonio da testimonio en favor de su humanidad y del realismo profundo de su amor; la virginidad es un signo de su divinidad y de la naturaleza espiritual de su ágape. No se pueden separar, del mismo modo que no se puede dividir la persona de Cristo, ni tampoco separarlo de la Iglesia, que es su Cuerpo.

El perfume de María

Se puede aplicar a la Virgen María lo que dijo Jesús a aquella otra María que le ungió con un perfume de gran precio cuando entraba en su Pasión: «Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mt 26, 13).

Efectivamente, desde la Anunciación la Iglesia repite sin cesar el saludo del Evangelio: «Dios te salve, María, llena eres de gracia», porque ella vertió el perfume de la gracia de que había sido colmada mediante el «fíat» de su fe en el mensaje «imposible» del ángel, y se entregó así, sin medida, al Espíritu para que Jesús pudiera tomar de ella el cuerpo que ofrecería al Padre en la liturgia de su Pasión y de su entierro. El perfume de María de Betania se ha unido al de la Virgen para ungir el cuerpo de Jesús y significar el valor de su Amor. Este «buen olor de Cristo» (2 Co 2, 15), se ha difundido por toda la Iglesia para ungirla también a ella, y a cada uno de nosotros, con la gracia del Espíritu Santo.

 

30 de diciembre: Fiesta de la Sagrada Familia

Se celebra la fiesta de la Sagrada Familia el domingo que cae dentro de la octava de navidad. Es una fiesta de devoción, introducida por primera vez como celebración opcional en 1893. El culto de la sagrada familia se hizo muy popular en el siglo pasado, sobre todo en Canadá. El papa León XIII lo promovió muchísimo. En unos tiempos en que las fuerzas secularizantes constituían una amenaza clara para la familia cristiana, se propuso a la sagrada familia de Nazaret como modelo, como fuente de inspiración y de ayuda. Continuar leyendo «30 de diciembre: Fiesta de la Sagrada Familia»

Bendición de la cena de Nochebuena y comida de Navidad

Bendición de la mesa
Bendición de la mesa

La Parroquia Santa Eugenia os desea una Feliz Navidad. Para esta noche tan especial que celebramos el nacimiento del Hijo de Dios, os proponemos una serie de oraciones para bendecir la cena de Nochebuena.

Bendición de la cena de Nochebuena

Hoy, Nochebuena, tenemos, de manera especial y como centro de nuestra familia a Jesucristo, nuestro Señor».

Vamos a encender un cirio en medio de la mesa para que ese cirio nos haga pensar en Jesús y vamos a darle gracias a Dios por habernos enviado a su Hijo Jesucristo.

Gracias Padre, que nos amaste tanto que nos diste a tu Hijo.
Señor, te damos gracias.
Gracias Jesús por haberte hecho niño para salvarnos.
Señor, te damos gracias.
Gracias Jesús, por haber traído al mundo el amor de Dios.
Señor, te damos gracias.
Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que Dios nos ama y que nosotros debemos amar a los demás,
Señor, te damos gracias.
Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que da más alegría el dar que el recibir,
Señor, te damos gracias.
Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que lo que hacemos a los demás te lo hacemos a Ti.
Señor, te damos gracias.
Gracias María, por haber aceptado ser la Madre de Jesús.
María, te damos gracias.
Gracias San José, por cuidar de Jesús y María.
San José, te damos gracias.

Gracias Padre por esta Noche de Paz, Noche de Amor, que Tú nos has dado al darnos a tu Hijo, te pedimos que nos bendigas, que bendigas estos alimentos que dados por tu bondad vamos a tomar, y bendigas las manos que los prepararon.

Niño Dios, tú que llegaste al mundo para salvar, te pedimos años de paz.
Niño Dios, tú que naciste en un pesebre, te pedimos que no haya más miserias en el mundo.
Niño Dios, tú que naciste de una madre Virgen, te pedimos pureza en este mundo.
Niño Dios, tú que eres Salvador, sálvanos de los desastres que nos provoca la naturaleza.
Niño Dios, tú que nos diste la vida para vivirla, que la vivamos de acuerdo a tu gloriosa vida.

¡Amén!

Bendición de la cena de Nochebuena

Bendícenos, Señor, al reunirnos para cenar en esta noche de luz y celebrar así tu presencia junto a la llamada que nos haces a nacer siempre de nuevo. Bendice esta mesa símbolo del compartir que tú quieres realizar con todos los seres humanos. Manifestación de los dones que nos has hecho a través del trabajo de este año y de la generosidad que nos invitas a cultivar. Que esta noche y siempre nos visite el ángel de la Buena Noticia y abra nuestro espíritu a la gratitud, al sosiego de las cosas bien hechas de las que fluye ese empeño por que nadie quede excluido ni de la mesa ni de la fiesta. Bendice con tu paz nuestro mundo, y visita a todos los que te invocamos para que ésta y todas las noches tu presencia las haga buenas.

¡Amén!

¡¡Os esperamos a todos en la Misa del Gallo a las doce de la noche en la Parroquia Santa Eugenia!!

Después de la Eucaristía, bajaremos a tomar algo y aprovecharemos para felicitarnos la Navidad.

Bendición de la comida de Navidad

Dulce Niño de Belén, haz que penetremos con toda el alma en este profundo misterio de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres esa paz que buscan, a veces con tanta violencia, y que tú sólo puedes dar. Ayúdales a conocerse mejor y a vivir fraternalmente como hijos del mismo Padre.

Descúbreles también tu hermosura, tu santidad y tu pureza. Despierta en su corazón el amor y la gratitud a tu infinita bondad. Únelos en tu caridad. Y danos a todos tu celeste paz.

Oración al Niño de Belén de Juan XXIII

Bendición de la comida de Navidad

Bendice nuestra mesa, esta familia reunida en torno a Ti. Un año más nos reunimos para celebrar el regalo de tu venida. Queremos darte gracias por los bienes de que disfrutamos, una comida preparada con cariño, una casa caliente, regalos, etc. Y sobre todo que estamos junto con las personas que nos quieren. Danos alegría, paz, salud, trabajo… pero sobre todo danos un corazón capaz de recibirte todos los días de nuestra vida. Te pedimos por todos aquellas personas que en esta Navidad están solas, sufren, carecen de paz y amor, por todos aquellos a quienes les falta lo necesario para vivir con dignidad, que puedan recibir tu Amor y consuelo. Abre nuestros ojos y nuestro corazón para ver en ellos tu presencia. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor.