Los comienzos
La Parroquia Santa Eugenia se erigió como tal en el año 1974. Pero años atrás, en los años setenta, nuestro barrio fue concebido como una urbanización privada. A esta urbanización se la denominó durante muchos años Ciudad Residencial Santa Eugenia, aunque posteriormente pasó a llamarse Residencial Santa Eugenia. Es una zona de uso residencial, donde se innovó con una morfología urbana de manzanas abiertas y edificios de más altura que los del Casco. Asimismo se aprovecharon los espacios entre los edificios como zonas verdes, configurando un área mucho más abierta. El barrio de Santa Eugenia pertenece al distrito de la Villa de Vallecas, en el sureste de Madrid. Sus límites son, por el norte, la avenida del Mediterráneo; por el este, el complejo deportivo Cerro Almodóvar y la carretera M-203; por el sur, la calle Real de Arganda, entre otras, y las vías de ferrocarril Madrid-Barcelona; y, por el oeste, la calle de Jesús del Pino y la avenida de la Democracia. Dada su situación al lado de la autovía A-3 y su proximidad a la autopista M-40, el barrio ofrece un fácil acceso en coche. También es posible tomar el autobús, el metro (Villa de Vallecas) o cercanías (Vallecas y Santa Eugenia). Se encuentra algo alejado del centro de Madrid, pero posee unas muy buenas comunicaciones con el área metropolitana.
El nombre de todas sus calles pertenecen a nombres de pueblos de la provincia de Burgos: Zazuar, Virgen de las Viñas, Fuentespina…
El «testimonio»* de nuestra hermana Santa Eugenia
*El testimonio está inspirado en los datos históricos que conocemos sobre la mártir romana Santa Eugenia.
Querida Familia:
Fui llamada a la vida en la segunda mitad del siglo II, dentro de una familia noble romana que todavía no conocían a Jesucristo. Crecí bien formada en las costumbres y las leyes del Imperio, rodeada de lujos y obligada a ser la más bella, la más inteligente, la mejor de todas… Sí, obligada. La sociedad de mi tiempo se construía sobre las apariencias y más todavía cuando tu familia era conocida y reconocida. La vanidad era el camino para triunfar y eso se nos transmitía a todos desde que éramos pequeños.
Según fui creciendo, todo esto se me fue haciendo más duro. Dentro de mi corazón empecé a sentir un verdadero hastío por una forma de vida superficial y vacía. Mi cansancio no lo podía compartir con mi familia, pensando que nunca me entenderían y poco a poco comencé a abrir el corazón a dos personas que eran esclavos, pero que su bondad y paciencia me llamaba mucho la atención: Proclo y Jacinto. Fue surgiendo una amistad muy bonita con ellos.
Un día que nunca olvidaré me confesaron que eran cristianos y me hablaron de su Maestro, Jesús, al que reconocían como único Dios verdadero, que se había hecho hombre, murió y resucitó. Me hablaron de la Iglesia, de sus hermanos y amigos con los que compartían la Eucaristía y la fuerza que les daba la lectura de sus Escrituras. Siendo yo pagana, al escucharles estas cosas parecía como si mi corazón descansara, encontrándome a mí misma.
Me regalaron unos papiros de los textos de un apóstol de su Maestro que se llamaba Pablo y los empecé a leer con mucha atención. Lo que más me llegó fue el amor de Pablo a Jesús, que se expresaba en cada una de las palabras escritas en esos papiros. Desde mi cabeza yo no entendía nada, pero mi corazón ardía en una emoción y una alegría que yo nunca había experimentado. Quería conocer yo también a Jesús, quería saber de Él, quería tocarle, escucharle… ¡parecía que estaba loca! Si tengo que resumir en una frase lo que me pasó es que me empecé a enamorar de Cristo. Alguien al que nunca vi ni oí directamente y, sin embargo: ¡enamorada!
Consciente del riesgo que suponía para mí, consciente que el pertenecer a esta nueva religión estaba perseguido por el emperador con la pena de muerte, pedí a mis amigos el bautismo y empezar a formar parte de la Iglesia. Fui conociendo a otros cristianos, me fueron contando sus vivencias con el Señor Jesús, me reunía con ellos en secreto para orar y después de un tiempo recibí los Sacramentos ¡Empecé a sentirme realmente viva!
Llena de valor, sin poder aguantar el fuego de amor que ardía dentro de mí, compartí la noticia con mis padres y hermanos. ¡Cuál fue mi sorpresa que mi testimonio les llegó al corazón y ellos mismos comenzaron el camino para abrazar la Fe! ¡Nada me pudo hacer más feliz que ver a los míos recibir el Bautismo, la Confirmación y comulgar el Cuerpo y la Sangre de mi amado Jesús!
Decidí consagrar a Él mi virginidad, ser suya absolutamente dedicándome por entero a la oración y al cuidado de los pobres y enfermos. Un tiempo precioso, pero… no demasiado largo. Sabía que podía suceder y sucedió: el emperador se enteró de nuestra conversión y ordenó nuestra muerte. Llegó la hora de la cruz, del miedo, de la oscuridad y del combate. Noches sin dormir, vigilando y temblando, haciéndonos fuertes unos a otros rezando y dándonos el ánimo de Cristo. No tengo palabras para expresar el vacío y la angustia que me invadían, mientras en mi interior escuchaba como brisa suave: “no temas, Yo estoy contigo”.
Martirizaron primero a mi padre, luego a mis amigos Proclo y Jacinto, a mi madre y hermanos, a algunos hermanos de mi Comunidad, y, finalmente, en tiempos de Galieno Augusto, la espada cayó sobre mi cuello convirtiéndose en la llave que me abrió el cielo para estar juntos con Cristo para siempre. ¿Estoy loca? ¿Cómo puedo hablar así? Pues sí: loca de amor por el Resucitado.
Muchos han pedido mi ayuda y mi intercesión a lo largo de la historia y acuden ahora a la Basílica de los Santos Apóstoles donde están mis restos, trasladados siglos después de mi martirio en el cementerio Aproniano. Lo mismo que otros fueron instrumentos para que yo conociera a Jesús, no puedo hacer nada mejor en el cielo que llevaros de la mano para presentaros a Cristo y vuestro corazón conozca el mismo amor que yo conocí y veo cara a cara.
Mi querida Familia parroquial, contad siempre con vuestra amiga Eugenia.